domingo, 16 de junio de 2013

"LA MALQUERIDA", UN DRAMA MOLINÉS


Lo que aquí paso a escribir, me lo contaron en el pueblo hace algunos años con motivo de mi primera visita a Tierzo, allá cuando mis viajes periodísticos de "Plaza Mayor" que tanto me ayudaron a conocer, y en consecuencia, también a querer y a sentir admiración por aquellas nobles tierras de Molina. Las cosas -dicen-, miradas de un modo subjetivo, tienen, ni más ni menos la justa importancia que se les quiera dar; para mí, el hecho al que me refiero hoy fue toda una sorpresa, pues se trata, nada menos, que de la raíz y el origen de lo que poco después habría de ser una de las obras más conocidas de la producción literaria de todo un Premio Nobel.
No es preciso decir que el hecho real sobre el que basa su argumento el
drama "La Ma
lquerida" de don Jacinto Benavente es poco edificante, la razón
cae de s
u peso; no obstante, como dato de interés para la historia personal de
las tierras del Señorío
, no es nada desdeñable, merece la pena. Lamento, eso
sí, no tener todos los datos precisos que tantos molineses de tiempo atrás
tuvieron en mente y que tal vez todavía recuerdan, por haberlo oído contar, algunos de los mayores que todavía viven. Si estas cuatro líneas sirven para que quede constancia escrita al paso de los años
, se habrá visto cumplido mi propósito de que las cosas no debieran perderse, dado que los pueblos tienen derecho a ser depositarios a perpetuidad de todo lo que es suyo, también los aconteceres y leyendas, que a veces se suelen evaporar cuando las personas desaparecen.
            Pues bien, sucedió que allá por la segunda década del pasado siglo -pronto se cumplirá el primer centenario-, un hecho singular conmovió a las tierras del Bajo Señorío y de toda Molina. En Tierzo, y de manera cobarde, se había cometido un crimen pasional valiéndose de unos matones a sueldo. La víctima fue al parecer un hombre apuesto, se llamaba Francisco, y de sobrenombre "El Pañero". Estaba casado con una mujer joven, hijastra de un ricachón que desde niña se había enamorado de ella. La mujer, según cuentan, hacía buenos ojos al amor innoble de su padrastro, a cambio, quién sabe, si de tener a su alcance todos los caprichos que una muchacha de su tiempo y de su condición pudiera desear. Es lo cierto que, entre uno y otra, tramaron la manera de quitarse de en medio al infeliz esposo de la muchacha, quien por su oficio de vendedor ambulante pasaba la mayor parte de los días fuera de casa; de una casa que, según dicen en el pueblo, existe todavía.
            Parece ser que fueron tres forasteros los autores materiales del crimen. Tres esquiladores que por aquellos días de finales de mayo andaban por allí trabajando en su oficio igual que cada año. El precio convenido, mil pesetas de las de entonces, todo un capital. De la forma en que le dieron muerte no se sabe nada. El lugar a dos kilómetros del pueblo. El cadáver lo metieron en un saco y lo escondieron en el agujero de una alcantarilla. Para despistar a la justicia los asesinos fueron a lavarse a una fuente lejana, cerca de Molina. Cuando se descubrió todo, y las circunstancias que dieron lugar a hecho tan tremendo pudieron conocerse con detalles, a la esposa del muerto la metieron en la cárcel y allí dio a luz. Un verdadero drama, efectivamente. Las gentes de Tierzo, y más todavía las de los pueblos vecinos, compusieron coplas en las que se relataba el hecho vil que durante muchos años se ha recordado en el pueblo.
            Al poco tiempo, ese mismo suceso con ligeras variaciones de matiz, y trasladado a otro ambiente y a otra región de España, recorrió los escenarios del país con un éxito de público sin precedentes. La famosa copla de don Jacinto, aquella que decía así: El que quiera a la del Soto/ tiene penas de la vida/ por quererla quien la quiere/ le llaman la Malquerida/ fue una constante en el decir popular de la época, y, desde luego, algo debió contribuir a la concesión del más importante premio que en el mundo se concede a los hombres de letras. En todo ello no aparece el pueblo de Tierzo. Participó en las horas de angustia como su primer escenario, pero no en lo oropeles que siguieron al éxito de una obra singular, reconocida por todos. 
(En la foto: Tierzo, la nueva fuente de la plaza)    

lunes, 10 de junio de 2013

UNA TARDE EN VERUELA


            Desde que el poeta anduvo por aquí en un intento inútil de recobrar su salud maltrecha por la enfermedad de moda, al monasterio de Veruela se viene buscando la sombra de Bécquer. Su espíritu enfermizo y sutil, delicado y doliente, se adivina flotando entre los arbustos y la maleza por los senderos angostos y por los violentos inclinales que bajan del Moncayo, envuelto entre el cierzo que lamió su blanquecina piel en aquellas horas de andar oteándolo todo, gozándolo todo, a prudente distancia l por los entornos del monasterio.

            Al hablar de este venerable monasterio aragonés, escribió el poeta que su fama tenía como base el hecho de hallarse enterrados dentro de sus muros los restos mortales de su fundador, el príncipe don Pedro Atarés, tronco de la ilustre familia de los Borja, y los de su mujer, dama piadosa y pudiente que mandó construir a sus expensas la catedral de Tarazona, y los de tantos descendientes directos que dieron fama al apellido peleando bravamente en Valencia al lado del rey Don Jaime. Aquellos personajes son hoy en Veruela pura mitología, un dato documental importantísimo, pero ni mucho menos la razón primera que acarrea en los fines de semana a centenares de visitantes al pie del Moncayo, en busca de la sagrada paz y del sosiego que destila en tantas de sus páginas la obra escrita de Gustavo Adolfo, el poeta del amor y del dolor.
            Fue el producto inmediato de una promesa la fundación en estos llanos del célebre monasterio de Santa María de Veruela. Cuenta la tradición que don Pedro Atarés, señor de Borja, se vio sorprendido por una terrible tormenta que le hizo temer por su vida en las faldas boscosas del Moncayo, y que fue la Virgen, luego de haberse encomendado a ella, quien le sacó sano y salvo de tan comprometida situación, pidiéndole después que se erigiese en aquel mismo lugar un monasterio que recordara el milagro.
            Los trabajos de la abadía comenzaron en 1146, para concluir definitivamente cinco años más tarde. La parte antigua marca el periodo de transición entre el románico decadente y el gótico que comenzaba a estirar con cierto pudor el punto medio en el haz de arquivoltas de sus arcos. Los adarves recortados a pico y las murallas que entornan el monasterio fueron colocados cuatro siglos después por el abad Lupo Marco, el verdadero renovador e impulsor de Veruela.

         La portada de la iglesia muestra al exterior todo el encanto de sus seis arquivoltas con una decoración comedida, limpia y diversa, en la docena de capiteles que sostienen otras cuantas columnas, obra de perfecto equilibrio, muy acorde con el momento en el que se ejecutó y con el gusto exquisito de los canteros de la segunda mitad del siglo XII que labraron la piedra. El interior es una bella muestra del estilo cisterciense. Tiene tres naves, crucero y grandiosa cabecera con capillas absidiales y girola. La bóveda, sostenida a base de arcos fajones y cruzada nervadura, es una estampa elocuente del tiempo justo en la historia de la Arquitectura, donde el arte románico y el gótico se funden y se confunden, dando lugar a un canto solemne en piedra trabajada que habrá de repetirse con mayor claridad en la estructura del claustro.
            Pero volvamos a recuperar la imagen perdida del poeta de los sueños. Aquí, en las silenciosas celdas de Veruela, Gustavo Adolfo Bécquer dio a luz, una por una, las ocho Cartas literarias que figuran en sus obras completas, poniendo en orden las consejas y las viejas historias recogidas en sus habituales paseos a Trasmoz, a Vera, a Añón y a Litago, tantas veces en compañía de su hermano Valeriano, el pintor, cuya imagen se deja traslucir unida a la del poeta por estos ásperos recovecos que dibujan a su caída por la ladera Este las faldas del Moncayo.

            El Escorial de Aragón llaman todavía las buenas gentes de aquellas tierras a Santa María de Veruela. Se trata de uno de los antiguos cenobios de la Orden del Cister, que el genio promotor de aquellos venerables antepasados, que tan sólo ahora y muy de tarde en tarde aparecen en los libros, fue levantando por la difícil geografía española de tierra adentro, y que por fortuna todavía sigue ahí esperando, quién sabe si la mano amiga o el suspiro irreversible de un iluminado que tornó en poesía la tierra que pisaron sus pies.