lunes, 10 de septiembre de 2012

PAISAJE, HISTORIA Y COSTUMBRES DE LA BAJA ALCARRIA


           
 Estamos en una de las comarcas más singulares de toda la geografía regional. Los pequeños pueblos deshabitados como Torronteras, Hontanillas y Villaescusa de Palositos, son el contrapunto con otros focos de población situados en las inmediaciones de la Central de Trillo, cuya presencia trajo a las áridas tierras alcarreñas a gentes y familias de otros rincones de España.
            De no haber sido por el azul de las aguas de sus embalses, encadenados en los cauces del Tajo y del Guadiela: Entrepeñas, Buendía, Bolarque, que ponen su nota coloristas y veraniega delante de los ojos, casi nos atreveríamos a habla de la Alcarria Baja como de una comarca semidesierta, pasto del sol impío en esta Castilla reseca, donde por todo contar las abejas liban en los abrigos y en las ásperas vertientes de las colinas, repta el lagarto, y se crían sin control la maraña, el rebollo y el carrasquillo, al amparo de su propio infortunio.
            Pero no es así, o por lo menos no es todo así. Estas tierras, con mayor o menor fortuna, robaron a la naturaleza y a los siglos una serie de encantos, muchos de ellos insólitos, que arrastran al visitante delicado y al estudioso haciéndoles volver e interesarse por ellas.
            Pocas comarcas naturales de nuestro suelo han sido apetencia de tantos investigadores de la Historia, arqueólogos, artistas de la pluma y del color, como lo es la Alcarria; atraídos muchos de ellos por su pasado, de cuya autenticidad es testimonio el hacha de piedra, la leyenda, la insignia en piedra antigua de familias hidalgas que nacieron y que vivieron por aquí, el arco románico, la cueva horadada o el mosaico de tiempo de los césares, y de los que por razones de espacio nos habremos de ocupar a partir de aquí más o menos someramente.

Monsalud, Alcocer y la Giralda de Escamilla.
Ruinas y más ruinas, memorial de pretéritas maneras de hilar la vida de los pueblos, el Monasterio de Monsalud, como a medio camino entre Sacedón y Alcocer, es reliquia más de siete veces centenaria de uno de los focos en donde la religiosidad y la cultura castellana debieron de florecer con un resplandor mayor.
            Las aportaciones oficiales intentaron durante algunos años salir al paso de la penuria y de la desolación que, en no más de un siglo, consiguieron acabar con uno de los más importantes monasterios cistercienses que desde el siglo XII habían empezado a extenderse por los campos de Castilla. La Alcarria tuvo dos de estos importantes cenobios medievales, a saber: el de Monsalud, cuyo despojo medianamente sostenido al que nos acabamos de referir, vale la pena conocer; y el de Óvila, a la vera del Tajo en tierras de Trillo; aquel que en el año 1030 se fue desmoronando piedra a piedra, con el fin de ser replantado en los Estados Unidos; propósito que no se llegó a cumplir porque la Guerra Civil se puso por medio, y sus venerables sillares se vieron esparcidos por calzadas y por jardines de América y de la propia España.
            El monasterio de Monsalud, que había contado con la protección de Alfonso VIII de Castilla. Terminó su periodo de esplendor a finales del siglo XIII con más de cien monjes bernardos que dedicaron sus vidas a la oración y al trabajo en este lugar de la Alcarria, con la presencia siempre en la memoria de su primer abad, Fortún Donato, discípulo de San Bernardo, a quien sucedieron durante más de un siglo otros abades de origen francés y centroeuropeo.
            La monumental iglesia del siglo XIII, anuncio del inminente arte ojival que ya se había empezado a extender por Europa; su sala capitular gótica, y el claustro del XVI con marcadas afecciones renacentistas, son la complacencia del sorprendido viajero que al llegar a Monsalud suspira por otra joya más que nunca se debió dejar que se perdiera.
            Estrella y meca de añosas devociones populares lo fue la venerada imagen de Nuestra Señora de Monsalud, abogada contra la rabia, la melancolía y el mal del corazón, en torno a la cuál se han contado y escrito leyendas la mar de sugestivas.

De fiestas, usos y costumbres
            Y más allá Alcocer, otra perla olvidada del pasado, a quien lamen los pies en permanente fricción las aguas del pantano de Buendía. Se discute si es éste o aquel otro ya desparecido del valle del Jalón el Alcocer que cuenta en la vida y en la muerte de Rodrigo de Vivar. Hace muchos años se dejó perder de su acervo costumbrista una tradición de siglos, La fiesta de las Mayordomas, vuelta a recuperar con nuevos brios en un esfuerzo por parte de todos, hecho con resultado feliz en el que algo tuve que ver, creo que bastante. Mujeres ataviadas con trajes de época, espejos, medallas, y llamativas cintas de colores, en memoria de aquellas otras que según la tradición burlaron a las huestes musulmanas que seguían por tierras de Castilla los restos del Campeador, desde Levante a su definitiva morada burgalesa en donde se guardan.
            Allí, en la antigua villa que fuera cabecera de la Hoya del Infantado, queda el recuerdo de su primera señora, bellísima dicen, y amante de reyes, doña Mayor Guillén, recluida en Alcocer a petición propia hasta el día de su fallecimiento en 1267. El principal monumento de Alcocer es su iglesia parroquial, de gótica  hechura, con detalles románicos, góticos y renacentistas, que la convierten en un verdadero muestrario de las más notables corrientes arquitectónicas del pasado. Aparte de su singular campanario, es un detalle insólito que la iglesia cuente asimismo con una girola catedralicia tras el presbiterio.

    Muy cerca de Alcocer queda la villa de Millana, notable por sus recias casonas nobiliarias de tiempo de los calatravos, su monumental escudo heráldico de la familia Astudillo, y el tambor románico de la portada de su iglesia. Y Escamilla, rincón mesetario de trigos y encinares, que absorbe el interés de quienes lo visitan atraídos por el alarde neoclásico del campanario de la torre. Cuatro cuerpos se suceden en vanos, cornisas, balaustradas y otras filigranas de piedra, para concluir sobre lo más alto con su famosa Giralda, original en madera de corazón de sabina, que un rayo destrozó, y que ha sido sustituida, creo que con poca fortuna, por una figurilla bailarina de metal que brilla con el sol. Entre la Giralda de Escamilla y el también malogrado Mambrú de Arbeteta, corren en el decir de las gentes de la comarca enternecedoras historias de amor.
            El término municipal de El Recuenco se interna a manera de dentellón en la provincia de Cuenca. Su extensa vega corre pueblo abajo dejando en retaguardia los voluminosos peñascos de caliza que dan nombre a esta villa rayana.
            El Recuenco cuenta en su particular historia con la página, siempre recordada, de sus desaparecidos hornos de vidrio, elegante menaje palaciego de cristal moldeado en diversidad de tonos, del que todavía se conservan algunos ejemplares en salones que ahora visitan los turistas y que son, dicen, piezas únicas de considerable valor, tanto artístico como testimonial.
            Y nos vamos a quedar aquí en esta primera salida. Continuaremos la semana próxima colándonos por pasillos serranos, con sabor a Alcarria, para situarnos de nuevo en esta tierra sin par, y emprender una nueva ruta. La Alcarria de Guadalajara en su conjunto ocupa la mitad aproximadamente de la superficie total de la provincia. Una tierra que todo el mundo ha oído decir, sobre todo por la obra de Cela que la inmortalizó y la extendió por los cinco continentes; pero que todavía, como escribió nuestro Nobel, sigue siendo, aunque no tanto como en su tiempo, “un hermoso país al que a la gente no le da la gana ir”, por lo menos en la medida de sus merecimientos.

(En las fotografías: Una calle de Alcocer; El campanario de La Giralda de Escamilla; y la La Plaza Mayor de Millana)

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