jueves, 19 de enero de 2012

LOS SIETE PARAÍSOS PERDIDOS ( I )


            Anda una frase por ahí según la cual la provincia de Guadalajara muestra al visitante que la atraviesa de Este a Oeste por las dos principales vías de comunicación los parajes más ruines, hoscos y desangelados de todo su espacio. Es una afirmación bastante manida, pero que con algunas matizaciones tiene mucho de verdad. El gran público, la gente de paso que viene o que va por la autovía o por ferrocarril de un extremo al otro de la provincia, se debe llevar una impresión penosamente inexacta, muy pobre de lo que esta tierra es a la vista del paisaje que se deja ver desde el observatorio de una ventanilla. Demostrar lo contrario es tarea de todos, de todos los que vivimos aquí, naturalmente. Uno sabe muy bien que ocupamos una tierra hermosa, singular y sorprendentemente variada; pero que todos nuestros encantos naturales los tenemos escondidos, muy lejos del tráfago mundano, lo que en cierto sentido los favorece, si bien los perjudica en otros muchos. Lo que el buen paño en el arca se vende, refiriéndose al paisaje de Guadalajara, perjudica a esta provincia, a mi modo de ver, de manera sensible, más si se tiene en cuenta ese despertar de la sociedad media del siglo XXI por conocer y disfrutar de los espacios naturales.
            En estos dos trabajos sucesivos que publicará nuestro periódico, nos vamos a referir como botón de muestra a siete de los parajes ´-sólo a siete, de los setenta que podríamos encontrar- más destacados de nuestra geografía provincial. Siete lugares distintos que ahí están, bajo los cielos azul cristal de las tierras de Guadalajara, alumbrando con el encanto infinito de cientos y de miles de siglos algunas de las comarcas naturales más características de esta tierra nuestra. No hará falta decir que en cada uno de ellos ha sido la Madre Naturaleza la que lo ha puesto todo; el hombre por su parte ha podido contribuir a mantener las tales maravillas con su pasividad, respetándolas, cuidándolas dentro de lo posible, y poniendo medios para tenerlas más a nuestro alcance.
            Uno por uno, tal como van saliendo del sutil taleguillo de los afectos, ahí van siete de los rincones naturales de los que Guadalajara se puede sentir honrada. Lugares todos ellos a los que es preciso acercarse ex profeso para conocerlos. El orden por el que irán apareciendo será, como en tantas cosas, cuestión de preferencias, lo que queda al exclusivo criterio del lector.

El Barranco de la Hoz en el río Gallo.
            Se trata del más celebrado de los rincones molineses. También uno de los más conocidos y más populares de nuestra tierra. Bajo el soberbio cañón de formaciones pétreas por cuyo fondo discurre el río, queda medio agazapado en el mismo lugar donde lo fijó la historia y le leyenda el santuario de la Virgen de la Hoz, Señora y Reina del Señorío. Todo en el Barranco de la Hoz, las altivas peñas, las agujas gigantescas que se sostienen erguidas en el ribazo, la cinta del río que corre entre la arboleda, viene a ser un espectáculo provocador, regalo de la Naturaleza, en donde el hombre y la obra del hombre cumplió su papel manifestando a ojos vista su limitación, su extraordinaria pequeñez frente a la naturaleza creada.
            Es muy fácil llegar al Barranco de la Hoz. Apenas se encuentra a cinco minutos de automóvil desde la ciudad de Molina, tomando las carreteras de Ventosa o de Corduente, según el punto exacto desde el que se quiera ir. La visión más impresionante del Barranco queda no desde la orilla del río ni desde las puertas del santuario, sino desde lo alto de los picachos, adonde es posible subir, con cierta dificultad, por senderillos que se abren desde la base, o dando la vuelta por Corduente hasta el mismo mirador de la cima.
            La ermita horadada en la peña, generalmente abierta al visitante, es un remanso de bienestar, con varios siglos de existencia, que como complemento al paisaje convierten al Barranco en un rincón de lujo. 

Las cumbres alpinas del río Jaramilla
            Con ello me quiero referir a toda una plataforma de cerrucos y de barranqueras que dan lugar al techo de la provincia allá por las abruptas sierras del noroeste. Debido al difícil acceso que tuvo hasta hace tan sólo una década, es sin duda la comarca menos conocida de la provincia de Guadalajara, y una de las más sorprendentemente aleccionadoras. Allí, al pie de las ariscas laderas de sus montes, van tomando cuerpo y forma algunos de los ríos serranos cuyas aguas gozan de singular preferencia para el consumo humano. Por aquellas vertientes de piedra laminada surgen a la luz del día y a la oscuridad de la noche, las primeras fuentes que darán lugar poco más abajo al mítico Jarama, al Sorbe y al Lozoya, valiéndose de otros muchos arroyuelos subsidiarios que son parte irremplazable y principal del paisaje serrano: el Lillas, el río de la Hoz, el Jaramilla y el Berbellido, son algunos de ellos. Los pueblos, deshabitados casi en su totalidad durante el invierno, son mero pretexto como para justificar con la presencia del hombre y de sus ganados la variedad de la sierra: Bocígano, Cabida, El Cardoso, Colmenar, Peñalba, Corralejo… Por la cumbre de sus términos, se podrían contemplar a vista de águila las cúpulas de Castilla, a más de 2.200 metros de altura sobre el nivel del mar algunas de ellas.

El Puente de San Pedro en el Alto Tajo
            Allá por los entornos de Zaorejas y de el Villar de Cobeta, es éste otro de los lugares comunes que afloran con más frecuencia  a los labios y al pensamiento de los coleccionistas de paisajes, gustadores, desde luego, de los rincones más afortunados que adornan nuestra tierra. El paisaje en el Puente de San Pedro tiene, además, la particularidad de grabarse fácilmente en la memoria de quienes lo conocen. En la conjunción del río Gallo con el padre Tajo, justo en el lugar que la gente conoce como el Puente de San Pedro, la naturaleza se vuelve coqueta. Allí se escalonan rumorosas las aguas del río; allí juegan a sostenerse en equilibrio por encima de las peñas los pinos que viven de milagro; allí acude de buena mañana la trucha juguetona a probar la paciencia del pescador de caña; allí, en fin, se confunden entre la luz y el delirio el azul del cielo serrano y el verde de las aguas que tiñó el pinar, el barbo de las profundidades con el ave rapaz, el hombre con el medio. Lástima que muchos de los que pasan por allí y sientan sus reales, no sepan corresponder a menudo con su infinita generosidad.
            Aguas abajo, siguiendo la vista que sigue hasta El Villar, son los enhiestos picachos, los violentos barrancos por los que encaja el río, los verdaderos protagonistas. Todo alrededor parece insignificante, el hombre también. Al final el Tajo, dominador absoluto de la situación como señor de aquellas tierras y de su paisaje, lo abraza todo, doblándose en una soberbia herradura de aguas y de espumas que brillan con el sol, para demostrar que es la creación, y no la mano ni el ingenio del hombre, la primera escuela de surrealismo.

(La fotografía nos muestra un detalle del río Tajo a su paso por el Puente de San Pedro)

No hay comentarios: