miércoles, 31 de agosto de 2011

VIAJE AL PUERTO DE LA QUESERA



La idea de viajar al Puerto de la Quesera es una idea antigua. Todo en la vida tiene su momento y aquella vieja ilusión de tirarse a los montes una vez más ahora se cumple. No es la primera vez que uno asciende al techo de la provincia allá por los confines del Macizo de Ayllón, en los mismos crestones de Somosierra donde vuela majestuoso el alcotán, muge el ternerillo lechón, y crecen por milagro en la ladera, junto al brezo y el rebollo, las hayas mas sureñas de todo el continente.
Apenas toma posición el sol de estío sobre los altos de la sierra cuando los veraneantes ya andan por los aledaños de los pueblos regando los huertecillos de la cerca y respirando el aire acristalado y limpio de la cara oeste del Ocejón. A veces, uno siente envidia de los veraneantes que pasan largas temporadas a pie de monte por estos parajes, hasta que la pálida flor del quitameriendas y las primeras heladas del otoño acaban echándolos de aquí. Pero en esta ocasión uno es más afortunado, va mas lejos, pasa de largo en buena mañana dejando atrás la torre oscura con incrustaciones calizas de Campillo y la blanca espadaña de Majaelrayo sobre el oscuro caparazón de las casas del pueblo. Media hora antes he tenido ocasión de comprobar, desde el mirador de la ermita de los Enebrales, que la temperatura había descendido de manera considerable con arreglo a la que me deje atrás al emprender el viaje. EI débil vientecillo de las once sopla sobre el rostro y sobre los brazos descubiertos, regalando al recién llegado una inexplicable sensación de bienestar.
A estas alturas, como si de un curioso espejismo de los crudos inviernos de
la sierra se tratase, el campo se cubre de blanco con la flor de la jara. Llega a los oídos el tintineo lejano del metal que emiten los cencerros del ganado. Son las vacas de cría las que vienen a pastar en el ribazo; vacas de pelo negro como la mora, de pura raza avileña, desperdigadas entre las pedreras y los arbustos, solitarias, hieráticas, al cuidado de nadie. La carretera es sencillamente aceptable, toda de asfalto. La han mejorado mucho desde la última vez que pasé por ella, cuando sólo era una polvorienta pista de tierra y de cantos movedizos. Al pasar, las cuestas pinas y prolongadas se van sucediendo con descensos de vértigo, dibujando las caprichosas formas de los montes. Aquí un nudo descomunal de lajas oscuras aflora de la tierra como la mano negra de un gigante; al otro lado una escuadrilla de enebros en desorden que las dentelladas de la ganadería no han dejado crecer. Entre el áspero manto de las jaras y de las estepas destacan al borde del camino los robles centenarios, corpulentos candelabros de madera rolliza, duros y magníficos como el paisaje. Y al fondo, en medio de dos cortes de montaña se dejan ver, perdidos en la distancia, los tejados ocres de un pueblecito que asienta al final del barranco; por su situación uno calcula que se trata de Cabida o de Peñalba de la Sierra, más bien del segundo que del primero. Desde lo alto de las peñas que le sirven de mirador a mi derecha, pero muy por encima del camino, un excursionista con sariana de caqui y botucas seudomilitares de las de andar en campaña, otea los alrededores sirviéndose de un potente catalejo monocular. Al hombre se le nota absorto en al contemplación, ciego de entusiasmo.
La carretera se va perdiendo poco a poco por parajes cada vez más escondidos y diferentes. Hay momentos en los que quien viaja tiene la impresión de haberse salido del mundo rutinario y complicado en el que viven los hombres, y este es uno de ellos. Al bajar una pendiente pina en la que el coche parece caer en picado, uno se da de bruces con la corriente de un arroyo cuyas aguas se van colando por entre las piedras, a la sombra de las matas ribereñas y de los arbustos que crecieron al lado del cauce. Se trata, sin duda, del río Jaramilla, que a estas alturas corre por algunos tramos lamiendo el borde izquierdo de la carretera. Aguas arriba el río Jaramilla tuvo otro nombre, se llamó arroyo de las Veguillas, que nace a 1700 metros de altura sobre el nivel del mar por los pagos que dicen de San Benito, y pasará mas tarde a llamarse Jarama algunos kilóme¬tros antes de encerrarse en el pantano del Vado. Las aguas del río Jaramilla son claras y virginales, juguetonas y cantarinas, cuna del alevín y de los fugaces pececillos que, al crecer, se convertirán en truchas autóctonas, en truchas serranas de la mejor clase.

Naturaleza impresionante
A una y otra mano de la carretera y de la corriente del río, justo en el sitio de máxima proximidad entre ambas, se alzan algunos crestones impresionantes de peñascos oscuros, varios de ellos colocados en posición de sorprendente equilibrio, testimonio de alguna vieja formación geo1ógica que, en esta era en la que a nosotros nos ha tocado vivir, convierten el paisaje en un solemne espectáculo donde la presencia humana se ve sometida, por su pequeñez e insignificancia, a la humillación que en el conjunto de la naturaleza le corresponde.
En la horquilla que junto al puente sobre el arroyo forman los caminos, en el fondo de la hoya donde parte monte arriba el sendero que sale hacia Peñalba, se ven unas tiendas de campaña plantadas sobre la hierba de la pradera. Ahí mismo es donde se comienza a subir el puerto; ahí mismo se empiezan a dibujar los bordes de la provincia de Guadalajara al pie de las cumbres que alcanzan, allá en el mismo azul donde se balancean las aves de rapiña, cotas superiores a los dos mil metros -que ya es una altitud respetable-, las más elevadas no sólo de la provincia, sino de toda nuestra comunidad autónoma.
Durante el ascenso, una casita de piedra oscura al margen del camino reclama la atención de quien viaja. Es difícil cruzarte con algún vehículo a lo largo de todo el camino, lo que permite viajar algo más relajado y dar a los ojos de la cara y a los del corazón un poco más de libertad para gozar del ambiente, bravo y rigurosamente natural del campo por el que nos movemos. Casi a punto de alcanzar el peldaño más alto, uno nota en los oídos el típico “clak” de la presión atmosférica, parece como que el sentido se embota, dando prioridad al tacto que acusa sobre la piel los efectos de la baja temperatura; a la vista, que se pierde en los goces de la contemplación desde lo más alto del puerto; y al olfato, que no aprecia otro olor que el del aire limpio sin afección alguna.
Cerca ya del medio día, la mañana en la Quesera se cierra diáfana, de puro cristal, como uno imagina que debió quedar la primera mañana de la creación del mundo. Nos encontramos en la cumbre, en el punto más alto que alcanza una carretera de la provincia, en el mítico puerto de la Quesera, a 1.750 metros de altura sobre el nivel del mar. Unas cuantas vacas, negras y otras de dorado color, hacen guardia por las cercanas praderas royendo los ternascos de hierba que aviva el sol y humedecen a diario los relentes de la mañana. Son reses impasibles ante la presencia del hombre, vacas acostumbradas a ver cómo la gente detiene los vehículos en la cima del puerto y se pone a mirar la tamaña monstruosidad de los barrancos que se hunden por el saliente, las laderas de pinos jóvenes, en línea, de la repoblación.
El sol del medio día cae de plano; pero manda el soplo fresco del viento que sube desde los llanos de Riaza. A la caída, carretera provincial SG-112. Por la otra vertiente reverdece entre los robles y el matorral el hayedo de la Pedrosa, término municipal de Riofrío de Riaza, ya en tierras de Segovia. Con cimas a nuestro alrededor que superan los 2.200 metros, como el Rocín, las Peñuelas o el Pico del Lobo, damos por concluido el viaje previsto para hoy. Hora las 13,22; distancia a Guadalajara 98 kilómetros. Un lujo al alcance de cualquiera, y un tiempo, el de verano, que permite poderlo disfrutar.

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