miércoles, 22 de septiembre de 2010

NUESTROS RÍOS: EL BORNOVA



Supongo que, como casi todos los ríos que corren por el mundo, el Bornova tendrá un nacimiento preciso y reconocido, aunque para mí esta aparente nimiedad constituyó siempre un misterio. En cualquier caso, la fuente primera de la que se alimenta el río Bornova anda por allí arriba, a poco más de un tiro de piedra de la sorprendente laguna de Somolinos en las sierras de Atienza, por otra parte uno de los caprichos de la Naturaleza más curiosos y admirables por la condición y calidad de sus aguas.
Desconozco el porqué, pero es lo cierto que al río Bornova en sus primeros tramos, la gente de aquellos pueblos lo reconoce como río Manadero, incluso con ese nombre aparece anunciado al borde de la carretera en algún indicador oficial. No importa, para nosotros su verdadero nombre fue el de Bornova, escrito con la ortografía en la que aquí aparece, y, salvo mejor opinión si es que la hubiere, seguiremos llamándolo así a lo largo de todo su recorrido de principio a fin, desde la laguna de Somolinos hasta su desembocadura en el Henares, cerca de Miralrío.
El primer accidente a considerar en el breve recorrido del río Bornova, siempre por tierras serranas, es la ya dicha laguna de Somolinos, una extrañeza natural avistada por impresionantes roquedales de caliza que sobrevuelan las aves rapaces, a no menos de 1260 metros de altura sobre el nivel del mar, y que, según los geólogos, es de origen glacial. En la laguna de Somolinos el agua está fría, y la pesca se limita a pequeñísimos ejemplares de una especie fluvial que a menudo se dejan ver desde las orillas. En sus proximidades hay espacios de alto interés, tanto para el recreo como pata la vista, debido a las condiciones especiales del terreno. Y poco más abajo Somolinos, extendido en la solana al pie de un cerro enorme al que le roen la falda por un lateral los buscadores de arena para refractarios, dicen que de calidad excelente. Aguas abajo las albercas de una piscifactoría aprovechando la sana corriente de las aguas, antes de pasar por Albendiego, el pueblo vecino y rival, harto conocido en los medios culturales por aquella joyita del arte medieval que conserva en sus orillas, la pequeña iglesia de Santa Coloma, con su ábside de calados en formas geométricas único en su especie, muestrario incomparable del estilo románico, tan abundante y tan meritorio por todas aquellas sierras.
El Bornova, mientras tanto, se cuela silencioso entre los espinos y las marañas, cortando llanos y praderas, dejando a su paso de trecho en trecho cómodos merenderos y otras estancias de recreo al aire libre, montadas por el hombre durante los últimos años para gozo y disfrute en las saludables tardes del verano junto a cualquier fuente.
Los pueblos por los que ronda el Bornova, media docena de ellos o quizá más, se han ido despoblando poco a poco: Prádena, Gascueña, Villares, Zarzuela, Hiendelaencina, San Andrés y Membrillera, saben mucho de las gracias y desgracias de esta tierra difícil que en cuestión de dos o tres décadas han visto ponerse en mínimos su censo de población. Alcorlo, menos afortunado aún que sus pueblos vecinos, murió bajo las aguas del embalse acabando sus días en aras del progreso, digamos que en holocausto al servicio de las nuevas maneras de vivir. Algunos de los que fueron sus vecinos se suelen reunir una vez cada año en una especie de bosquecillo que hay arriba, junto a la carretera, creo que cada veinticuatro del mes de agosto, para celebrar, más con nostalgia que con júbilo, la que debió de ser en otros tiempos la fiesta de su santo patrón, San Bartolomé Apóstol.
La limpia superficie del pantano brilla como un espejo en la tarde serrana. En el pantano de Alcorlo los peces saltan por aquí o por allá al lado de la presa. Hace ya años que cortaron el cauce del río algo más arriba del pueblo de San Andrés, en la salida del congosto dando ya vistas al pueblo desaparecido. El breve cañón se ve desde la presa flanqueado por tremendos roquedales entre los que baja el reguerillo de agua que escapa del pantano. Aquel vuelve a ser el de nuevo el río Bornova, después de haber salvado el segundo de los accidentes mayores con los que se debía de encontrar a lo largo de todo su recorrido. El primero, lo recordamos, fue la laguna de Somolinos al poco de nacer.
No tenemos espacio material para dejar una constancia más completa de los pueblos de aquella serranía cuyos términos municipales atraviesa el cauce del Bornova. Prádena entre montañas, escondido y escandalosamente bello, con sus casonas negras del más puro estilo rural, mate de pizarra y verde intenso reflejo de las huertas, en donde el agua también toma papeles de protagonista. Y Gascueña magnífico, residencial, siempre al gusto y favor del viajero. Y Villares, restaurado con exquisito gusto y una buena dosis de sentido común, que, sin duda, es el menos común de todos los sentidos, por lo menos en lo que atañe a la puesta al día de muchos de los pueblos. Y Zarzuela, entre la Sierra Gorda y el Santo Alto Rey, olvidado reducto de su famosa alfarería popular, hoy tan sólo en el recuerdo de los mayores de edad. Y Hiendelaencina, en fin, el pueblo con más brillo de todas aquellas sierras, el de las minas de plata, tan importantes en la vida del pueblo que hasta su nombre de pila le robaron; pues para las buenas gentes de la comarca ha sido, es y seguirá siendo Las Minas, así como suena. La fuerza de la costumbre, según la importancia del motivo, acaba a veces hasta con algo tan sagrado como el nombre de las cosas, por muy antiguo y sonoro que sea.
Por Membrillera el Bornova se abre al llano campiñés, busca su final en tierras diferentes. Las choperas tupidas, las huertas de sanísimo producto tratadas sabiamente por campesinos expertos, son el nuevo escenario por el que atraviesa el río en su tramo último; pues poco más abajo, y siguiendo la misma suerte que su otro hermano menor, el Cañamares que también baja de la sierra, acabará uniéndose al Henares poco más allá, cerca de Miralrío, soberbio mirador hacia la vega desde las Eras del Rostro, donde es hasta posible extasiarse en las tardes de verano mirando simplemente el milagro natural de una puesta de sol.

(La fotografía nos muestra la laguna de Somolinos, junto al posible nacimiento del río Bornova)

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