viernes, 14 de mayo de 2010

PAISANOS "BENEMÉRITOS" DEL SIGLO XV


Nos duele, seguro que sí, que a esta tierra nuestra se la reconozca por los extraños más afines y por muchos de lo propios, como la "Provincia de los caciques". Un sambenito que alguien se sacó de la chistera alguna bvez y que ahí está, enquistado en el saber popular sin que se pueda hacer gran cosa por que desaparezca, aparte de dejar correr el tiempo que acaba con todo. La cosa es que, cuando uno hurga sólo un poquito en la personal condición de tantos grandes y de tantos poderosos como nacieron o vivieron aquí, durante el siglo XX sobre todo, habremos que reconocer, mal que nos pese, que a la acusación no le faltan ciertos tintes de verdad. También es cierto que si saltamos los límites de nuestro mapa provincial, nos encontramos con que en mayor o menor medida en todas partes cuecen habas, aunque la nuestra, según parece, sea una caldera un poco mayor.
Los excesivos títulos nobiliarios que familias enteras muy influyentes ostentaron, con riqueza y mando en vidas y haciendas desde los últimos coletazos de la Edad Media, no han favorecido mucho que digamos a las gentes de Guadalajara en toda su extensión, es más, se llegó a crear una conciencia histórica colectiva en la que aquello de que el pez grande se come al chico, pareció siempre algo inherente al espíritu de nuestros paisanos por años y siglos, como si se tratara de algo especialmente nuestro. Evito dar nombres, pues todos ellos brillan con luz propia en el firmamento alcarreño, y la Historia de Guadalajara, también la de España, los recogen para bien o para mal y aquí, a cuatro pasos de nosotros, se guarda en piedra nobiliaria la huella de su pasado.
Podemos presumir -desde luego que sí- de paisanos ilustres que de una manera u otra dejaron mucho de ellos para sus coetáneos y aun para los que vendríamos después, pero no todos. En la memoria del lector seguro que quedó inscrito el nombre de varios, de los que nos honraron con su estar aquí y de otros que no. Sálvese quien pueda.
Hoy vamos a hablar de cuatro de estos ciudadanos de mala ralea, de antihéroes que crió esta tierra, y que, por lo menos en documentos escritos y en el decir de las gentes siguiendo el hilo de la tradición, sus nombres han llegado hasta nosotros y con ellos su pésima condición como ciudadanos de otro tiempo.
Imagínense la Castilla del siglo XV, sobre todo la de su primera mitad bajo el reinado de un monarca inútil y falto de personalidad hasta el extremo, Juan II, y con verdaderas jaurías de nobles por doquier dispuestos a devorar, a devorarse unos a otros y a terminar con la autoridad real que, con la entrada bañada en sangre de los Trastámara, fue debilitándose paulatinamente por falta de autoridad que pusiera coto a los desmanes de los poderosos. Los Reyes Católicos aparecerían después, y una vez conseguida la unidad nacional pondrían las cosas en su sitio. ¿Pero, hasta entonces?
Hasta entonces las tierras de Castilla en general y las de Guadalajara en particular por sus cuatro comarcas, fueron escenario de los desmanes y crueldades a los que se vio sometida la gente humilde, tanto por parte de los poderosos como de los truhanes, que tanto nos da lo uno como lo otro.
Es el caso que en tierras de la Alcarria, puesto que fue en los pueblos de la encomienda de Zorita donde un insurrecto de nombre Juan Ramírez de Guzmán, y de apodo con el que ha pasado a la Historia el de Carne de Cabra, puesto a alzar en alto el brazo fuerte de su poder, se erigió a sí mismo maestre de la Orden de Calatrava, de la que la propia villa de Zorita con su castillo sobre las rocas había llegado a ser cabecera de encomienda, y entre las mil fechorías de las que fue autor y promotor, cuentan a título de muestra la de asolar y sembrar el pánico en todos aquellos pueblos, excepto Auñón, con cuya resistencia no pudo. Mandó derribar el castillo de Almoguera, del que apenas quedó señal, y valiéndose de sus malas artes consiguió liderar la comarca entera durante cierto tiempo, siendo el saqueo el primero y único artículo de su mandato.
La segunda de estas “joyas” tuvo por nombre el de Gabriel de Ureña, constructor y luego señor del castillo de Establés, allá por los primeros valles del Mesa en tierras de Molina. De este individuo no sabemos el mote por el que en su tiempo se le conoció, aunque seguro que lo tuvo, pero sí que nos queda el apelativo por el que se registró en las páginas de la Historia el castillo que mandó construir y que todavía se conoce por el Castillo de la mala sombra. Hombre cruel y sanguinario, impío fustigador de aquellas buenas gentes campesinas, y de cuya conducta me habló hace algunos años un viejo labrador de su pueblo. Es la verdad limpia tal y como se ha contado en Establés durante generaciones. Así me lo explicó el vecino Pedro Cejudo en aquella ocasión: «Yo he oído contar que ponía a un vigilante en aquel puntal que le decimos La Centinela, a ver quién pasaba por abajo. Si venía alguno con maderas o cosas que le podían servir, lo mandaba detener, se lo traían al castillo a la fuerza, le quitaban lo que llevaba y lo ponían a trabajar ahí. Si se negaba a hacer lo que le mandaban se veía colgao en lo alto de ese cerro que le decimos La Horca. Al castillo se le ha llamado siempre “de la mala sombra” sólo por eso.» Lo que queda del castillo está en Estables como recuerdo, destacando por encima de las viviendas y dejando en el pueblo una velada visión de extrañeza. Quién sabe si la sombra de su primer dueño deambulará por allí como alma en pena.
Pero estoy seguro de que la huella más profunda de su paso por las tierras en las que anduvo fue la del Caballero de Motos. Su verdadero nombre era Álvaro de Hita, pues se tiene por casi seguro que fue en la villa de Hita donde nació tan ilustre personaje. Se sabe de él que fue contratado por el Común de Molina para que vigilase los ganados comunales, que en aquel siglo serían, sin duda, la principal fuente de riqueza de aquella comarca; pero el cumplió con su misión de manera bien distinta a la que tenía por encargo, pues al hilo de la falta de autoridad existente y de la proliferación de granujas por toda Castilla, no tuvo mejor idea que la de construirse un castillo en el cerro de Motos, desde donde, como el más temible de los bandoleros conocidos y por conocer, se dedicó a robar al mando de una cuadrilla de malhechores a su costa, a saquear y a intimidar con violencia a los honrados lugareños de los pueblos en todo aquel contorno, maltratando a las personas y apoderándose de sus escasas pertenencias. Su fama fue tal, que los Reyes Católicos, sabedores de las andanzas y desmanes del Caballero, dieron la orden tajante de derribar su castillo sin que quedase piedra sobre piedra, como así continúa cinco siglos después.
Y la lista no acaba. Al punto de concluir este trabajo me viene a la memoria el nombre de otro desaprensivo más de los que durante aquel siglo vivieron en esta tierra. Se llamaba don Juan Ruiz de los Quemadales, o Juan Ruiz de Molina, aunque el apelativo común por el que se popularizo en aquella comarca fue el de El Caballero Viejo. Allí usó y abusó hasta hacerse dueño de campos y de pueblos enteros, tales como El Pobo, Santiuste de Molina, Embid, Teros, Tortuera y Guisema. No fue un cualquiera el Caballero Viejo, puesto que ejerció de jurista y como guerrero posiblemente al servicio del rey, ya que fue Juan II de Castilla quien le dio permiso para edificar en 1434 el castillo de Santiuste, cerca de Corduente, que todavía se conserva rehabilitado en parte. El sistema que usó para enriquecerse fue algo más benévolo que el que habían empleado sus predecesores, pues algunas de las posesiones las consiguió por dinero, otras por la fuerza, y todas de un modo abusivo.
La verdad es que con el Caballero Viejo no contaba hoy a la hora de ponerme a escribir, pero ahí quedan también su nombre y su obra como noticia. Seguramente que si seguimos hurgando en la memoria o consultando escritos, la lista sería mayor. Eso sí, estos personajes son la excepción, afortunadamente. La lista de paisanos honorables que vivieron por aquellos años, y en siglos posteriores, supera con creces a esta ilustre carroña. No obstante, buena es la sal, y la pimienta, y el vinagre como condimento, y las sombras en las mejores pinturas de los grandes maestros. Es el contraste, la variedad que da relieve a la condición humana y que de alguna manera ha marcado a fuego nuestro carácter, o por lo menos a mí, así me lo parece.

Nueva Alcarria, año 2002
(En la fotografía, el Castillo de Establés en la actualidad. Detalle)

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