sábado, 8 de mayo de 2010

GUADALAJARA, CINCUENTA AÑOS DE BUENAS LETRAS


Costó trabajo arrancar, poner de nuevo en su sitio la tradición española del buen lustre en el lenguaje escrito después de la Guerra Civil. El miedo a la represión durante los primeros años de posguerra -importante escollo a salvar por el crítico y más todavía por el creador literario-, dio lugar a un breve paréntesis que rompería en 1942 “La familia de Pascual Duarte” de Cela y la novela “Nada” de Carmen Laforet dos años más tarde, Premio Nadal en sus comienzos, que marcaría el inicio de una lista de verdaderas glorias de nuestra narrativa en lengua castellana, y en las que Guadalajara, sus tierras y sus gentes, contaron a lo largo de todos estos años de manera excepcional.
Con relación a esta provincia, el acontecimiento literario más importante de estos sesenta y cinco años, por la trascendencia que tendría después, fue la aparición en 1948 del “Viaje a la Alcarria” de Camilo José Cela, publicado por la Revista de Occidente con fotografías de Karl Wlasak, que no sólo supuso un renacer del género, por entonces bastante olvidado, sino que su autor lo dotó de un soplo literario muy por encima de lo meramente documental que los libros de viajes habían tenido hasta entonces. Es preciso ser un genio para pisar con éxito en terrenos aparentemente tan sencillos, y C.J.Cela lo era. Si la Alcarria es conocida en el mundo, y sobre todo en el mundo afín a la literatura, es algo que se debe en un porcentaje altísimo al autor gallego. Un dato muy importante a tener en cuenta no sólo por ésta, la de sus contemporáneos, sino por sucesivas generaciones de guadalajareños, que no dudo habrán de interesarse agradecidos, con la perspectiva que dan los años, al desaparecido Premio Nóbel, que regaló a esta tierra una de las piezas más celebradas de la Literatura Española de posguerra.
A finales del año 1950 aparece en los escaparates de las librerías una narración corta, una especie de cuento fantástico en el que el protagonista es un niño, emigrante con su familia al Madrid de la posguerra, al que expulsaron de la escuela por hablar con un vocabulario ininteligible y que su madre retuvo encerrado en una habitación como castigo. El nombre del niño era Alfanhuí, la obra escrita “Industrias y andanzas de Alfanhuí”, y el autor un muchacho de veintitrés años nacido en Roma de padres españoles, Rafael Sánchez Ferlosio de nombre, conocedor de estas tierras, de sus secretos y de sus misterios, que sitúa una buena parte de su trabajo en Guadalajara, en el campo de Guadalajara, y sus personajes -sin duda imaginarios- son gentes que viven aquí, como el maestro alquimista don Zana, los segadores, los pescadores del Henares, las viejitas que “tienen los huesos de alambre y mueren después de los hombres y después de los álamos. Se ahogan en los vados del Henares y se las lleva la corriente, flotando como trapos negros.”
Ignacio Aldecoa -seguimos en los años cincuenta-, eligió como escenario y cárcel para el personaje principal de su novela “Con el viento solano”, de nombre Sebastián y perseguido por la justicia, a la villa de Cogolludo; y a ella dedicó un sinfín de párrafos descriptivos que deben contar en el nutrido conjunto de obras del siglo XX dedicadas a nuestra tierra.
En el año 1962 fue cuando otro autor, José Luís Sampredro, hoy académico de la Real de la Lengua, novelista insigne, barcelonés de nacimiento y economista de profesión, cosechó uno de los más importantes éxitos de su producción literaria con "El río que nos lleva",una novela que hablaba de los gancheros, aquellos españoles de los años cuarenta que se ganaban el sustento conduciendo, río abajo, los troncos de madera, las famosas maderadas desde Peralejos hasta Aranjuez. El relato se sucede al paso de la corriente, y desde Peralejos de las Truchas hasta el último meandro que describe el Tajo más allá de Zorita: paisajes, maneras de vivir, acontecimientos, y a veces también personas, pertenecen a ese entorno de pueblos y de lugares por los que pasa el río, Serranía y Alcarria, que años después llevarían al cine.
Las costumbres, personajes, gracias y desgracias de una importante comarca del Alto Señorío de Molina, la de Labros y su entorno, quedaron impresas para la posteridad en una buena novela de costumbres titulada “La Gaznápira”, de Andrés Berlanga, periodista nacido en Labros el año 1941. En ella cuenta el autor, a través de una muchacha de pueblo que acaba siendo periodista famosa, la crónica de las décadas de posguerra en la vida rural española asentada sobre el pedestal de Monchel, pueblo molinés en el que es fácil de adivinar al propio Labros.
En 1999, un autor vascongado y residente en la Alcarria durante largas temporadas, el periodista Manuel Leguineche, publicó un libro que para quien esto dice es de lo mejor que se ha escrito acerca de Guadalajara y que bien merece no sólo estar aquí, sino también para su autor el mayor de los reconocimientos. Me refiero a “La felicidad de la tierra”, un libro para leer y para volver a leer, como corresponde a la obra de un maestro. Cañizar, Torre del Burgo, Hita, Torija, la finca del Tejar de la Mata, son los principales lugares de los que se habla, y en donde viven una buena parte de los personajes, reales y conocidos, que desfilan por sus páginas. Debo confesar que a este libro de Leguineche, todo un clásico, lo miro frecuentemente con la sana intención de aprender de él, como obra maestra que es.
Ramón Hernández, María Antonia Velasco, Francisco García Marquina, son nombres que deseo añadir a esa sucinta relación de autores que han tenido a Guadalajara como motivo durante la última mitad del siglo XX.

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