jueves, 29 de abril de 2010

Nuestros ríos: EL DULCE


Hasta el nombre parece singularmente hermoso en este río. Las tierras por las que discurre también lo son, hermosas y diferentes. A pesar de su breve recorrido, ya que nace y muere en los entornos de Sigüenza, los parajes y los pueblos por los que arrastra su caudal son muy distintos. Muy poco tiene que ver su nacimiento humilde y confuso con la espectacular estampa de su juventud poco más adelante, y mucho menos con la suavidad de su final en una vega calmosa y fecunda al cabo de su curso.
Se le llama Dulce no precisamente por que sus aguas lo sean, aunque se haya dicho que alguna de las fuentes que lo sustentan parecía gozar de ese privilegio, no; sino para distinguirlo de otro hermano menor que tiene más arriba que se llama Salado, y aquel sí que tomó nombre del preciado mineral que lleva en sus corrientes, del que por fortuna vivieron durante años siglos algunos de los pueblos por los que pasa. Dulce y Salado, dos ríos señeros en las tierras más septentrionales de Guadalajara y cuyas aguas, uno antes y otro después, se llevará el Henares.
Si bien de fuentes inconcretas, el río Dulce debe de tener su origen en unos vallejos próximos al pueblo de Bujarrabal y vegas situadas al poniente de Sierra Ministra, más o menos por los límites de ambas Castillas allá por aquellos pagos. Es por tanto un río eminentemente guadalajareño y eje geográfico de una comarca bien definida, aunque comience a reconocerse y a tomar carácter propio algo más abajo, ya en los términos de Estriégana y de Jodra por donde viaja discreto, salpicado a trechos por junqueras y espadañas, sin marcar siquiera un ecosistema propio, como sí ocurrirá algo más adelante, cuando las condiciones del terreno sean distintas y la huella de su paso durante siglos y milenios se haya hecho notar en los cortes violentos que dejó a su paso.
El pueblecito de Jodra asienta en la solana sobre la margen derecha del pequeño arroyo que ya es el Dulce a tal altura. Un pueblo escaso en sombras, pero rico en tranquilidad y desde que lo conozco siempre en continua transformación. En el barrio de arriba muestra su pura estampa románica la iglesia parroquial, que con la fuente vieja de la vega justifica sobradamente el pasar por allí. El río escapa entre laderucas infecundas, a veces de roble y encinar, y vallejos suaves donde se dan el trigo y los girasoles, buscando en colaboración con el medio natural la razón primera de su importancia no sólo paisajística, sino ecológica e incluso histórica también, como así nos anuncia en la media distancia el famoso castillo de los Obispos, cuyas ruinas se distinguen sobre el alcor que domina al pueblo en estampa tan conocida como la de Pelegrina, el primero en interés de los varios más que destacan a lo largo de su recorrido a partir de allí.
Hay sendas para caminar a pie siguiendo desde Pelegrina las aguas del Dulce. A quienes gusta gozar de la naturaleza agreste, casi agresiva, como espectáculo, aquellos paseos deben de resultar en todo caso recomendables. Agua, roca, tremendos cortes sobre el abismo, aves rapaces que anidan en covachas que apenas alcanza la vista, aguas limpias que se cuelan por entre las piedras y los troncos de los arbustos, conducen hacia otro de nuestros lugares señeros en el escaparate de belleza natural: Aragosa. Por un lado, a todo lo largo, la calle principal del pueblo que sigue paralela al río; por la otra orilla se cruzan las sendas, se acrecienta la vegetación, resaltan los chalés, sobrecoge la fantástica grandiosidad de los cortes rocosos que hasta lo más sublime convierten en mínimo, y por mitad la corriente del río que baja escondido entre las hierbas y otras especies que nacieron y crecieron a su lado favorecida por el frescor y la humedad de las aguas, esa humedad que en tiempos antiguos -casi dos siglos atrás- sometió a los habitantes del lugar a enfermedades endémicas propias de tal ambiente, tales como los dolores reumáticos o las fiebres tercianas. Era un tiempo en el que la gente vivía un poco de las huertas, un poco del ganado, y no mucho de las tres pequeñas industrias movidas por el agua del río: dos molinos harineros y una fábrica de papel blanco, de aquel papel, según se ha dicho, en el que se imprimieron los primeros billetes emitidos por el Banco de España.
Desde Aragosa hasta La Cabrera continúan los parajes sugestivos, apenas comparables en interés con algunos otros de las sierras del norte y con tramos muy concretos y harto conocidos del cauce del Gallo en tierra de Molina. La vegetación y la fauna fluvial autóctona fueron de lo más sobresaliente y destacado que hubo en España. Nuestros abuelos seguramente que supieron de las truchas y de las anguilas del río Dulce por aquellos rincones enrevesados de su curso en mitad de roquedales tremendos.
La Cabrera es el tercero de los pueblos espectáculo por los que pasa el río. Éste quizás algo más suave, menos agreste, como más encajado en el variable paisaje por el que hoy nos movemos. Aunque desde la carretera que lleva hasta Sigüenza el pueblecito de La Cabrera surge semioculto en la hondonada sin que el viajero apenas se aperciba de lo que es o de lo que pueda ser, una vez dentro de él la realidad es otra. Si alguien pretende encontrar en alguna parte un paraíso de sombras, de rumores de corriente, de huertos y praderas, de roquedales abruptos en su contorno, de paz, de mucha paz y sosiego en callejuelas y rincones...; si alguien pretende encontrarse con un lugar así fuera del perdido mundo de la utopía, vaya hasta La Cabrera en una tarde del mes de agosto. Una plazuela escueta y solitaria por debajo del campanario y tres ancianas sentadas sobre un banco es lo único que encontré en mi último viaje. Sobre el muro unos versos escritos en azulejo, intentando decir con palabras lo que la Naturaleza explica allí de manera magistral con el agua del río, con el viento que choca sobre las peñas, con las sombras de la tarde y con el silencio que se palpa en los pliegues del alma. Por debajo del puente se cuela el pequeño canal abriendo horizontes nuevos que encontrará enseguida, una vez dejado atrás el último merendero.
Y el mundo se abre con nuevos espacios de aire puro a lo largo de la arboleda que flanquea las aguas del Dulce, siempre bajo la vigilancia, desde lo alto, de la torre de Mirabueno en la primera Alcarria. Luego las tierras llanas, las huertas, las parcelas del cereal y del girasol, los frutales, y en las laderas de suelo fresco todavía es posible encontrarse con alguna viña semiolvidada de cepas viejas, de aquellas con cuyo fruto cada otoño los campesinos de la comarca solían fabricar, con los medios al uso casi desde que el mundo es mundo, el rico vinillo de la comarca útil para el gasto, un vino anónimo y sin alaracas, pero de calidad excelente del que todavía cuentan y no acaban la gente mayor de aquellos pueblos.
Mandayona, Villaseca, Matillas, son testigos del pasar del río en su cauce más tranquilo hasta que desemboca en el Henares. Pueblos y parajes bien distintos a los que el Dulce nos llevó desde su nacimiento, incluso con cierta vocación industrial desde tiempos antiguos, y con ello quisiera referirme a título de muestra a las fábricas de papel y de harinas con sus derivados en Mandayona, y a la extinta de cementos de Matillas de la que aún queda pública señal.
A partir de aquí las aguas del Dulce viajan en cauce único junto a las del Henares, que viene recogiendo arroyos desde su nacimiento en las inmediaciones del pueblo de Horna. Río tan nuestro el Henares, que bien merece dedicarle otro reportaje en exclusiva cuando llegue el momento.
(Puente sobre el río Dulce en La Cabera)

sábado, 24 de abril de 2010

LA GUADALAJARA DE CAMARILLO Y LAYNA

Nadie que sea consciente de la realidad cultural, social e histórica, de la provincia de Guadalajara, podrá poner en duda que esta tierra de la que somos o vivimos, ha sido una de las más estudiadas en todo nuestro mapa nacional. La razón no puede ser otra sino que el erudito y el intelectual de todos los tiempos puso en ella los ojos y el pensamiento desde los albores de nuestro idioma. Estoy seguro de que pasan del centenar los libros que tienen a la provincia de Guadalajara como tema exclusivo, y ello será por algo. Somos pocos y la provincia es grande, pero sobre lo que esta tierra fue y sigue siendo hay mucho que hablar y mucho que escribir, sin tener en cuenta lo ya hecho aunque se considere fundamental y haya que acudir a sus páginas como base segura en la que apoyarse.
De ese largo centenar de libros sobre Guadalajara escritos hasta hoy, vienen a ser no más de una docena los que ofrecen un interés especial, muy especial, libros imprescindibles y útiles en extremo para conocer esta tierra. Algunos de ellos no están a disposición de cualquiera, son difíciles de encontrar por no hallarse ya en los escaparates ni en los anaqueles de las librerías, lo que no deja de ser una lamentable contrariedad; y entre ellos, quizá el más deseado y el más difícil de adquirir sea éste al que hoy dedicamos nuestro tiempo y nuestro espacio; digamos que un poco también en homenaje de reconocimiento a sus autores, destacados personajes de la cultura guadalajareña del pasado siglo, y referentes perpetuos del arte de la fotografía y de la historia provincial según sus respectivas especialidades. Tomás Camarillo y Francisco Layna son sus nombres, y el título del libro al que hacemos referencia es La Provincia de Guadalajara limpia y llanamente; publicado en calidad excelente por Hauser y Menet de Madrid en 1948. La descripción gráfica de las diferentes comarcas guadalajareñas, en más de 500 fotografías, casi todas ellas de Tomás Camarillo, con algunas otras cedidas por el propio Francisco Layna, P.Archilla, J.Artiñano, García Hernández, López Olmeda, C.Mielgo, J.Reyes y Sanz y Díaz, con dibujos de Andrés Pastrana, es todo un tesoro bibliográfico que la Provincia ha de guardar como joya preciosa en el arca de la alianza de sus objetos más estimables, porque esta obra monumental, en efecto, lo es.
En tamaño 25 x 33, tapas duras y papel de primera calidad, la obra conjunta de Camarillo y Layna muestra en la portada el escudo a todo color de la capital, rodeado en tamaño menor por los escudos de los otros ocho partidos judiciales. Y siguiendo ese mismo criterio de dividir el mapa de Guadalajara en nueve partidos, se distribuyen en su interior los textos correspondientes a cada uno de ellos con las fotografías tomadas en sus villas y pueblos. La parte literaria, naturalmente, corre a cargo de don Francisco Layna Serrano, ya por aquellos años Cronista Oficial de la Provincia.
En una especie de prólogo que el Dr.Layna titula “Un pedazo de la España desconocida”, se hace referencia al cómo y el porqué del nacimiento de esta obra, que desde un principio, y aun tratándose un trabajo editorial de envergadura, contó con el pláceme de personas tan destacadas en la sociedad española de posguerra, como el Ministro de Educación Nacional en persona, don José Ibáñez Martín, quien, después de haber visto las fotografías en una exposición memorable colocada en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, donde con algún ciento de ellas más permanecieron durante unos días a disposición de los madrileños que quisieron verlas, aconsejó que se publicaran sin reparar en gastos. Los ayuntamientos de muchos pueblos, con la Diputación Provincial a la cabeza, fueron los patrocinadores de aquel estupendo trabajo, del que —prestado, naturalmente— tengo un ejemplar en mis manos en este instante, ocupadas con los ojos y con el corazón en mirar y remirar, una y otra vez, las trescientas cincuenta y tantas páginas que tiene el libro.
Las fotos, unas a toda página y otras emparejadas de dos en dos en cada plana, se imprimieron en un suave color sepia que aporta al tema cierta idea de vejez, detalle que, sin duda y pasado el tiempo, favorece las imágenes en las que suelen estar representadas escenas pueblerinas, personajes curiosos con el atuendo rural de nuestros paisanos de casi un siglo atrás, calles, plazas, retablos de iglesias, imágenes sagradas, paisajes, rincones típicos, y manifestaciones populares en tardes de toros, de ronda o de procesión, es decir, la esencia pura de nuestras raíces en un documento simpar. Muchas de esas fotografías nos traen recuerdos de personas y de cosas irrecuperables: calles de pueblos desaparecidos bajo las aguas de un pantano, imágenes sagradas y retablos de iglesias destruidos durante la guerra civil, pueblos abandonados que se han ido convirtiendo en ruina poco a poco, y personas, en fin, tantas personas de entonces que a lo largo del pasado siglo han ido desapareciendo del mundo de los vivos y cuya figura queda ahí plasmada a perpetuidad, como la del propio Dr.Layna.
A la impresión que causó entre los madrileños aquel “pedazo de España” reflejado en las cartulinas que se expusieron en el Círculo de Bellas Artes, hace referencia el autor literario del libro en este párrafo: «Dada su proximidad a Madrid y los buenos medios de comunicación, era presumible que Guadalajara ofreciera escasas novedades a la curiosidad pública, y así lo creyeron muchos que estaban seguros de conocerla palmo a palmo; sin embargo la sorpresa fue general, la de estos presuntos conocedores llegó al colmo, y ante el cúmulo de insospechables y variados atractivos puestos ante sus ojos, hubieron de confesar que asistían a un verdadero descubrimiento.»
Al interés gráfico que ofrece el libro hay que unir la palabra autorizada del Cronista Oficial que, como ya se ha dicho, aportó a la obra unos textos que sellan de categoría lo que habría de ser el resultado final. Tras el prólogo, don Francisco Layna entra en material con una visión global de la Provincia a la que titula “Consideraciones sobre la Provincia de Guadalajara”. Después continuará aportando una visión similar, pero centrada en cada uno de los partidos judiciales como preámbulo a la información gráfica que vendría seguidamente. Los pies de foto en cada una de las imágenes, breves y explícitos, son así mismo un valioso orientador.
Imagínense un texto documentado y magistral, y medio millar de fotografías en un solo volumen, colocadas convenientemente por comarcas menores de esta Guadalajara diferente. Si acaso fuera cierto aquello de que una imagen vale más que mil palabras (afirmación en todo punto discutible, puesto que la palabra deja la puerta abierta a la imaginación, que es todo un mundo) tendríamos que convenir en que este tesoro de nuestra bibliografía provincial no sería, ni mucho menos, un simple volumen impreso con mayor o menor acierto, sino todo un tratado, extenso, rebosante en contenido, de la historia íntima de Guadalajara y de su propio escenario durante la primera mitad del siglo XX, de ahí que merezca encontrarse entre lo más selecto de nuestra documentación relativamente próxima. Lamentamos que no esté al alcance de todos.
(La foto de Camarillo que encabeza esta página fue tomada en Argecilla)

domingo, 18 de abril de 2010

DE VUELTA AL ALTO JARAMA


Salir. Después de un otoño y de un largo invierno de lluvias, como en aquellos años que de tan lejos nos obligan a echar mano a las estadísticas, la mañana invita a salir, a tirarse al campo bajo este sol de abril sin una sola nube que manche el cielo, y con una dirección imprecisa, sin un rumbo previsto a sabiendas de lo mucho que conocemos como escenario de placer en esta bendita tierra nuestra.
Al fin decido tomar el Pico Ocejón como punto de referencia que marque mi dirección hacia la sierra. Hace muchos meses que no ando por allí y el ánimo se hace deseo. La sierra al otro lado. No queda ni una sola brizna de nieve en la cara de las montañas que mira hacia nosotros, tal vez en los ribazos que dan al norte haya todavía ventisqueros de nieve apelmazada a los que la hora del deshielo les llegará más tarde. El Ocejón resplandece al fondo de todas las miradas con su característico color plomizo, como la inmensa joroba de un mamut ciclópeo inamovible, sobre cuya áspera piel crecieron las jaras y las estepas que, ya a mi paso y en ambas márgenes del camino, comienzo a observar naciendo de la tierra oscura.
Puebla de Beleña, chiquito y coquetón, se solaza al descubierto con sus calles en cuesta, con el ocre de los tejados y el blanco de las paredes enfrentándose al sol de la media mañana. La carretera a estas alturas es estupenda para viajar; el verde intenso de la sementera invita al optimismo; el azul de la mañana garantiza esas horas de regocijo con las que soñaron los habitantes de los pueblos desde hace meses y meses. No me extraña que el bueno de Juan Ruiz, el mítico Arcipreste, mostrase hace siglos verdadera pasión por estas serrezuelas, por estos valles fecundos de junto al Jarama, por aquellas mozuelas serranas que pastoreaban en mañanas de abril como la nuestra por estos inmensos prados y de las que sólo queda el recuerdo en páginas de literatura rancia.
Desciendo, al fin, por una carretera estrecha que se pierde entre las encinas, hasta el pueblecito de Retiendas. No significa para mí novedad alguna este sencillo lugar, después de las tres o cuatro veces que en ocasiones precedentes pasé por él. Retiendas, con su puente sobre el arroyo a la entrada, con el canal de hormigón que parte en dos la ancha calle que sube, con su iglesita de mínimas proporciones en aquel color ocre rojizo de los viejos templos de la comarca, es para mí uno de los pueblos más bonitos de toda la sierra, un pueblo al que, sin detenerme a pensarlo, elegiría como motivo para una estampa de calendario.
La temperatura resulta agradable en la media mañana, un poco fresca quizás. Un indicador pone al corriente al recién llegado de que a mano izquierda está el camino del Vado, el mismo que hay que tomar en principio para bajar hasta Bonaval, el monasterio en Ruinas de las riberas altas del Jarama, al que, debido al mal estado del camino, se recomienda llegarse a pie: «Monasterio de Bonaval, bien de interés cultural, en beneficio de la conserva­ción del lugar se recomienda la bajada sin vehículos». El consejo es acertado, pues, a partir del letrerito que lo advierte, el camino no es apto para vehículos, salvo para aquello todoterreno que estén adaptados para andar por el campo.
En el viaje de vuelta, al final de otra carretera estrecha que se pierde entre pinos de repoblación y algunos olivos, queda extendido en la solana y al fondo de otra vega, el lugar de Puebla de Valles. Sería como de pecado grave pasar por allí y no bajar a Puebla, donde uno es siempre tan bien recibido por su amigo Manolo Sanz, el inquieto y celoso alcalde del pueblo, que a lo largo del año me llama o me escribe sin que, unas veces por hache y otras por be, nunca llega el momento oportuno de pasar a verlo.
Puebla de Valles es todo él como un paisaje estupendo -de casas y de cerros, de regatos y de terreras sanguinas, de calles bien pavimentadas que suben y bajan marcando la inclinación de la vertiente- plasmado sobre el lienzo natural de su propio campo, y que puede contemplarse a placer desde cualquiera de las curvas de la carretera que baja hasta el fondo del valle. En un día cualquiera, como el de hoy, apenas permanecen fieles al terruño tres docenas de almas viviendo en sus hogares; las demás son viviendas y chalés de temporada o de fin de semana a lo sumo, igual que en tantos y tantos pueblos de nuestro entorno perdidos en el medio rural. A partir del mes de mayo, y más aún cuando llega el verano, la población se triplica, o se multiplica por diez como en otros lugares de esta misma sierra.
Manolo Sanz, el alcalde de Puebla de Valles, se siente feliz con el nuevo edificio del ayuntamiento, levantado sobre la antigua fragua con materiales modernos y voluminosas guijarras de río al gusto campiñés. El edificio del ayuntamiento fue inaugurado en fechas todavía cercanas. No se siente lo mismo de feliz el alcalde de Puebla por cuanto se refiere a su iglesia; importante, entre otros motivos por los nueve enterramientos con epitafio que se alinean a lo largo del presbiterio, y que, sin duda, pertenecen a familias distinguidas del pasado que debieron vivir por aquellos pueblos. Las obras de acondicionamiento están paralizadas, sin que se vea luz al final del túnel que pudiera llevar en corto espacio de tiempo a una restauración medianamente digna, para que las imágenes de los santos tengan mejor cobijo que la hornacina de tierra y escombros en donde están, y las sillas de los fieles gocen de mejor asiento que la blanda tierra. Uno piensa que, incumba a quien incumba, la Casa de Dios merece un trato diferente, una delicadeza muy por encima de todo aquello.
Manolo Sanz se edificó su casa en una almazara de fabricar aceite, dejando en su interior la tosca maquinaria de la molienda. Uno no sabe si es casa, si es museo, si es capricho simplemente la casa de Manolo. Contando conque tenga algo de los tres supuestos, la casa de Manolo Sanz es una rareza envidiable que vale la pena conocer y que él, el dueño, enseña amablemente a quienes desean pasar a verla.
En Puebla de Valles se reza a San Miguel. Algunas de las casas adornan sus fachadas con un azulejo en el que aparece la imagen del Arcángel patrón del pueblo. Calle del Pilar, Calle de la Fuente, El Calicanto, Plaza del Olivo... La Plaza del Olivo, junto a la iglesia, tiene plantado en mitad un enorme ejemplar milenario de la especie, procedente de cierto sitio del término y trasplanta­do allí hace media docena de años. Desde que el corpulento olivo ocupa el centro de la plaza, se ha hecho merecedor de una importante fiesta local que en el pueblo celebran con solemnidad y entusiasmo a mediados del mes de marzo cada año.
A la salida la opción es doble: media hora de camino para volver a casa o tomar las de Villadiego: Tamajón, Campillo de Ranas, Majaelrayo, o los pueblos más apartados de aquella sierra al otro lado del Jaramilla, para lo que tenemos aún a nuestra disposición parte de la mañana y toda la tarde por delante.

(En la foto, salón-molino en la casa de Manolo Sanz. Detalle)

Guadalajara, año 2001

martes, 13 de abril de 2010

LA MIGAÑA: UN LENGUAJE PARA HABLAR FUERA DE CASA


Las cuadrillas de esquiladores abandonaron sus hogares del Alto Señorío Molinés a primeros de mayo. Los esquiladores, lugareños expertos en deslanar con profesionalidad admirable las ovejas, salieron de su tierra durante dos largos meses cada año, un poco a la ventura, por los lejanos mundos del vasto Aragón y de la ancha Castilla. Sus pueblos se quedaron sin hombres a una y otra mano del arroyo Guitón, a la sombra de sus viejos palacetes con escudo de armas que aún evocan añosas hidalguías de aquellas que dio a luz y alimentó el páramo. Milmarcos y Fuentelsaz, Fuentelsaz y Milmarcos, añoran en doloroso silencio (quién sabe si el último silencio y el último dolor de sus vidas), aquella raza de hombres emprende­dores e inteligentes que en otro tiempo sembraron por el mundo, líderes -lo dice el vítor descascarillado de la iglesia de Fuentelsaz- de la ciencia, de la milicia, de la religión y del orden. Tal vez herederos directos de aquella especie privilegiada fueron los músicos de viento y los esquiladores de ganado que invadieron a primeros de siglo, del veinte, entiéndase, y antes y después, a lomos de jamelgo o de carreta tirada por mulas, los senderos polvorientos de Castilla y las ruas desgastadas del viejo reino de Aragón.
Las cuadrillas de los esquiladores salían de aquellos campos grises del Señorío en grupos de a veinte; iban prepara­dos de tijeras y de otros artefactos primitivos con los que realizar su labor allá donde los quisiera la fortuna.
- El muleto acurva retozón.
- ¿Qué me ha querido decir? -pregunto a mi interlocutor en la plaza del pueblo.
- Le he dicho que la comida es mala.
Con frecuencia venía a suceder, sobre todo en las villas de Blesa, Numiesa, Belchite y algunos otros pueblos zaragoza­nos, que la ración alimenticia para estos trabajadores por parte de los dueños dejaba algo que desear. Un par de copas de vino dulce y cuatro galletas como desayuno, la comida improvi­sada sin abandonar el tajo, y la falta de consideración sufi­ciente con nuestros hombres, daban lugar a comentarios y críticas entre ellos que no convenía trascendieran más allá del propio grupo a fin de evitar males mayores. La razón es fácil de adivinar. Y de aquella manera nació, más como una necesidad que como un juego, la tan original manera de decir y de entenderse, que en Milmarcos llaman "migaña", y "mingaña" en Fuentelsaz para distinguirse. Entre una y otra se advierten pequeñas diferencias de matiz, más, si cabe, en riqueza de vocabulario que en valores morfológicos o semánticos que vienen a ser coincidentes. Ni qué decir que, tanto la una como la otra villa molinesas, se autoatribuyen el honroso título de haber sido cuna de la migaña o mingaña, un pleito hasta hoy imposible de resolver.
- Dica el vale, qué fila navega de manduga.
- Y ahora, ¿Qué me ha querido decir?
- Nada importante. Le he dicho "Mira qué cara de burro tiene el amo".
Es la otra cara en la moneda de la migaña: la burlesca e intrascendente que vuelve a funcionar como escape a presión contra el descontento propio del oficio, de la época y de las circunstancias. Siempre el amo -salvo en contadas ocasiones que propicia el viejo arte del servilismo- es persona a la que se mira con recelo, el poderoso, el individuo cargado de pérfidas connotaciones a quien el ojo del criado mira frun­ciendo el entrecejo.
Los migañaparlantes que todavía viven para poderlo contar son pocos, cada vez menos. Se trata de personas mayores que sufrieron en sus carnes todo el rigor de los años duros de posguerra, donde lo único que importaba era el sobrevivir a toda costa, capeando el temporal a base de penalidades sin cuento que, quien más quien menos, procuraba irlo sobrellevan­do con dignidad, con filosófico sentido del humor como recur­so.
A don Felipe Bernal lo encontré un día arreglando con el azadón los corrillos de jardín que había por entonces en la plazuela de los vítores, delante mismo de la iglesia de Fuen­tel­saz y de la casona de los Gálvez. Me acompañaba don Pablo, el cura, hijo del pueblo y amigo de quien esto escribe, que ahora nos mira desde el Cielo con el gesto bonachón que tuvo entre nosotros. Don Felix Bernal era uno de aquellos esquila­dores que cada primavera partían con sus trebejos hacia leja­nas tierras. Me contó que en muchos lugares de Castilla era una fiesta de primer orden en las familias el día del esqui­leo; pero que, desgraciadamente para ellos, no ocurría así siempre ni en todas partes, lo que con frecuencia les obligaba a montar el comentario en mingaña, mitad formal, mitad jocoso, y casi siempre a título de denuncia: El vale es romo (el dueño es malo). Cuando alguna mozuela de la vecindad, pechugona ella, acertaba a caer cerca de su vista, y con el pláceme de toda la cuadrilla, el comentario al caso podría ser éste: La cimila navega gallardas dianas (la chavala tiene una hermosa pechera), o éste otro, tal vez más acorde: Dica, la cimila acurva gallarda (mira, la chavala es guapa).
Enos, al fin, ante un fragmento con pretensiones litera­rias escrito en migaña. Está sacado de un poemilla que se publicó a finales de 1979 en la revista "Mill-Marcos" y que dice así:

Un lucera con amayas de juanrojo
del Guilache de limes acurvaron,
trinidad de tarines de rodajos
y a mochales de manfuros se dicaron.
Por galianas de arribudo navegaron
grajeando y apechando tutos vales,
y al dicar los manfuros se espicazaron
cirigalla en los quilos a mochales.
Tutos vales los rodajos acurvaron,
pues la oreta ploraba mú gallarda,
unas mitas de encalcetao jugaron
con las manceras sin acurvar gerarda.

Toco un acontecimiento, como puede verse, con profunda raíz en el pasado que enaltece a personas y a lugares muy concretos de la tierra de Guadalajara, al tiempo que contribu­ye a enrique­cer no poco el archivo cultural de las cosas olvidadas, de lo que ya no sirve, de lo que se marchó como siempre sin posibilidad alguna de volver a ocupar un sitio en donde antes lo tuvo; pero dejando como poso, bien alto, el pabellón de nuestro ingenio popular. La migaña o mingaña es una página nada despreciable de lo que en su propio ambiente -no se olvide que hasta el paisaje contribuye de manera activa en el porqué de las cosas- se ha querido recoger, recordando como en el canto del cisne, el último latido en la propia voz de alguno de sus protagonistas.
Bueno sería que, en un trabajo profundo acerca de esta curiosidad lingüística, y antes que sea demasiado tarde, alguien a quien le fuere factible, dedicase un tiempo a orga­nizar los muchos residuos que todavía quedan de la migaña, de una manera metódica y eficiente, completa y asequible, con el fin de no dejar perder otro más de nuestros grandes valores, de lo que tendríamos que dar cuenta a quienes en el tiempo nos sucedan.

(En la imagen, plaza-parque de la Iglesia. Milmarcos)

miércoles, 7 de abril de 2010

EN EL PRIMER CENTENARIO DE "CLARÍN"


«Excmo.Señor: En el día de hoy y previas las formalidades prevenidas por la ley, he tomado posesión del Gobierno de esta provincia, cuyo mando se ha dignado confirmarme S.M.la Reina (q.v.g) por su Real Decreto de 28 de junio último. Lo que tengo el honor de participar a V.E para su superior conocimiento. Dios guarde a V.E muchos años. Guadalajara 12 de julio de 1865. Excmo. Sr. Genaro Alas. Excmo.Sr. Ministro de la Gobernación.(Ar­chivo Histórico Nacional, legajo 7, expediente 414)»

El año primero del siglo XXI, se abre con el nombre de un personaje importante de la literatura española a recordar: Leopoldo Alas, Clarín, que el 13 de junio de 1901 murió en Oviedo, ciudad a la que había dedicado la mayor parte de su vida, también de su vida literaria, pues ella es la que, camuflada bajo el nombre de Vetusta, sirve de escenario a la acción de "La Regenta", su obra más famosa.
Conviene traer a la memoria de vez en cuando, aunque sólo sea por la simple razón de un centenario, a las personas que como fruto de su trabajo, de su inteligencia, de su entrega en favor de la cultura o el desarrollo de la sociedad, merecen a título de gratitud ser recordados; y Clarín es una de ellas.
Traer al ilustre autor a estas páginas y en este momento, como siempre que trajimos a algún otro por razón similar, tiene para nosotros en este caso un motivo muy especial que nos lleva a hacerlo; pues Leopoldo Alas, en aquellos años del 65 y el 66 del siglo XIX, suponemos que vivió en Guadalajara, por lo menos desde el 12 de julio del primero de ellos al 21 de abril del segundo, habida cuenta de que su padre, don Genaro Alas, ejerció como gobernador civil de esta provincia durante aquellos nueve meses, momento en el que el futuro "Clarín" contaba trece años recién cumplidos. Lástima que los libros de registro del Instituto de Enseñanza Media de la capital -el antiguo Brianda de Mendoza-, que ya existía por entonces, comenzaran a dejar constancia de su alumnado pocos años después.
Los biógrafos de Clarín coinciden en señalar a Zamora (donde nació en 1852), León, Guadalajara y Oviedo, como las ciudades que fueron residencia del escritor durante su vida, por cierto, no demasiado larga.
Su estancia en Guadalajara queda reflejada en diversos momentos, y en diferentes títulos, a lo largo de su obra. Unas veces será el nombre de cualquiera de sus personajes, otras las imagen literaria resultante en alguna descripción, otras el nombre de calles o plazas que al joven Leopoldo le quedaron grabadas en la memoria; pero en una de sus novelas, corta como "Cuervo" o "Doña Berta", que tituló "Superchería", relata toda una serie de aconteceres puntuales, de imágenes vivas sacadas sabiamente, meticulosamente, de aquella Guadalajara de finales del siglo XIX que tan bien encajan en el escenario de la ciudad que conocimos no hace tanto, y de la que son testigo muchas de sus calles y de sus más sonoros monumentos, alguno de ellos ya desaparecido:
«Un ómnibus -escribe Clarín- con los cristales de las ventanillas rotos le llevó a trompicones, por una cuesta arriba, a la puerta de un mesón que había que tomar por fonda. Estaban frente al edificio de la Academia vieja, a la entrada del pueblo. La oscuridad y la cerrazón no permitían distinguir bien el hermoso palacio del Infantado que estaba allí cerca, a la izquierda; pero Serrano se acordó enseguida de su fachada suntuosa que adornan, en simétri­cas filas, pirámides que parecen descomunales cabezas de clavos de piedra.»
Más adelante, el recuerdo de la Guadalajara de su niñez aparece como un espejismo en frases lapidarias que suenan por todas partes a autobiografía, a recuerdo entrañable de un pasado lejano, muy lejano, que Clarín aprovecha para trasladar a Serrano, personaje de ficción en su novela, que en un determinado instante se pierde en este profundo mar de añoranzas:
«Allí, a diez o doce leguas de Madrid, estaba aquella Guadalajara donde él había tenido doce años, y apenas había vuelto a pensar en ella; y ella le guardaba, como guarda el fósil el molde de tantas cosas muertas, sus recuerdos petrificados. Se puso a pensar en el alma que él había tenido a los doce años. Recordó, de pronto, unos versos sáficos, imitación de los del famoso Villegas al "huésped eterno del abril florido", que había escrito a orillas del Henares, que estaba helado. El hacía sáficos, y sus amigos resbalaban sobre el río. ¡Qué universo el de sus ensueños de entonces! Y recordaba que sus poesías eran tristes y hablaban de desengaños y de ilusiones perdidas: Guadalajara no era su patria: en Guadalajara sólo había vivido seis meses. No le había pasado allí nada de particular. El, que había amado desde los ocho años en todos los parajes que había recorrido, no había alimentado en Guadalajara ninguna pasión, no había hecho allí sus primeros versos, ni los que después le parecieron inmortales: allí había estudiado aritmética, y álgebra y griego, y se había visto en el cuadro de honor, y... nada más. Pero allí había tenido los doce o trece años de un espíritu precoz;»
Aunque Guadalajara no significó para él lo que pudo ser Oviedo, la ciudad de su vida, la musa de sus sueños, el porqué de sus inquietudes y desvelos, no nos quepa duda de que "Super­chería" fue un regalo magnífico para esta Guadalajara tranquila -menos que en su tiempo, pero tranquila al fin- que dio el salto hacia el nuevo milenio engarzada en nuevas maneras de vivir, como corresponde a la ciudad en movimiento que, con mayor o menor empeño, siempre apareció en primera fila de los pueblos que, nunca a peor, se empeñan en sobrevivir, y al fin lo consiguen.
"Superchería" habrá pasado desapercibida para los guadalaja­reños durante más de un siglo. Se trata, no obstante, de la novela de nuestra ciudad, con el valor de lo añejo en sus páginas, y que fue escrita por uno de los grandes de nuestra literatura. Si el "Viaje a la Alcarria" de Cela es el libro por excelencia de nuestras tierras alcarreñas, éste de Clarín es el libro, también por excelencia, de la capital, en la confianza de que lo seguirá siendo por mucho tiempo. En 1995, el Ayuntamiento de Guadalajara sacó una edición estupenda de la novela de Clarín, en una colección que llegó a su final, según parece, con sólo tres números. Quien esto escribe tuvo mucho que ver en que se llevase a cabo aquella edición por la que se siente honrado; de ahí, que aconseje a sus lectores de hoy que dediquen unas horas durante el presente año a leer cualquiera de las obras de Leopoldo Alas, una o varias; será el mejor homenaje al autor en este primer centenario de su muerte, y entre ellas, una especial atención a "Superchería". Se lee en sólo dos horas, o en menos tiempo, quizás.
Aunque todavía faltan varios meses para que se cumpla la efemérides, valga nuestra precipitación al tenerlo en cuenta. Motivos de agradecimiento nos lo aconsejan.
(Guadalajara, enero 2001)