domingo, 10 de mayo de 2009

EN EL MONASTERIO DE BUENAFUENTE


Siguiendo el propio instinto, uno sintió hace no mucho la necesidad de visitar Buenafuente, el antiguo monasterio cisterciense de a orillas del Tajo, allá por las más pintorescas serrezuelas del Bajo Señorío Molinés. Conocía con anterioridad el solitario paraíso de Buenafuente por haber estado allí en alguna otra ocasión por diverso motivo.

En este monasterio suelo encontrar para mi uso, concentrada y espiritualizada entre sus muros, la imagen viva, por encima del tiempo y de las mil circunstan­cias que lo condicionan, del viejo Señorío de los Laras. En la soledad del vallejuelo en donde asienta, es fácil adivinar desde las encrespadas atalayas del Villar de Cobeta, los ires y venires de los primeros "grandes" de Molina; la hierática y solemne compostura de sus mujeres, cuyos nombres por todos conocidos, destellan en el lejano oropel del pasado; los sones acerados de las espuelas y de las corazas, con fondo de maitines a las del alba, en el remoto despertar de los canónigos de San Agustín, aquellos que vinieron desde Francia; las voces blancas durmiendo el crepúsculo de las primeras monjitas de Casbas, las mismas sobre las que cayeron en oportuna lluvia de estrellas un numero infinito de donaciones, de limosnas y de regalos sin cuento, por parte de reyes y de señores, hasta convertir el monasterio en un rico y poderoso feudo. Es la Historia de Molina y de las tierras de Molina convertida en piedra labrada de viejo cenobio, en legajo inmaterial donde palpita, a poco que uno se de cuenta, el corazón y el alma molinesa.

He tenido ocasión de volver a contemplar en solitario, gozando a un tiempo todos los sentidos por el impacto medieval del recinto, la iglesia monasterial de severo románico francés, en donde la penumbra y el silencio de las piedras y de las imágenes del retablo musitan a gritos en los oídos del alma, teniendo por detrás como un continuo casi desde que el mundo es mundo, el soniquete estremecedor de la fuente milagrosa, de la Buena Fuente que mana en la oscuridad por debajo del coro.
En una hornacina oculta entre rejas, se advierte al cabo de un rato de silencio y de penumbra, el severo cofre en el que desde hace solo unos años, se conservan -así me lo han contado- los escasos restos que todavía deben quedar de dos de las Señoras de Molina, madre e hija, doña Sancha Gómez y doña Mafalda Pérez de Lara, esta ultima cuñada a la sazón del rey Fernando III el Santo de Castilla. Las dos enterradas bajo las baldosas de la iglesia en el siglo XIII, cambiadas de lugar en 1765, y ­vueltos a recuperar sus despojos en la anterior década para ocupar, según mandan los tiempos, un sitio mas acorde en el interior de un nicho, mínimo y discreto, en el muro lateral izquierdo, por detrás de la puerta de entrada.

Finalmente, al margen su incalificable servicio a los hombres de hoy a través de su misión rural, es toda una reliquia del pasado digna de ser más visitada, más conocida, más querida. Con ocasión de un viaje todavía reciente a otras tierras de España, alguien me hablo con entusiasmo y con sorprendente documentación acerca de Buenafuente, de este valioso rincón molinés tan rico en significados, y comprobé como aquel foráneo anónimo, lo conocía con detalle mucho mejor que el guadalajareño medio, mejor inc1uso que los propios molineses, y eso pudiera ser en este tiempo nuestro materia de un apremiante examen de conciencia, de noble autocrítica, de sincera y profunda medita­ción.

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