martes, 13 de enero de 2009

LAS BODEGAS DE LA ALCARRIA



«En las cuevas no caben todos los que van pero, con buena voluntad y paciencia, acaban por acomodarse. El viajero y su tropa se ponen morados, esto es, se tupen de jamón, de embutido de la tierra y de chuletas asadas, y no se levantan hasta que el benevolente pasto les sale ya por las orejas, dicho sea sin ánimo alguno de exageración.» (C.J.C. "Nuevo viaje a la Alcarria")

Se ha escrito poco acerca de esta curiosidad tan extendida en el medio rural: las bodegas. Tampoco ha de ser mucho lo que uno, simple observador en este campo, pueda aportar con relación al tema. Sí una sencilla referencia a manera de memorial, sabida su profusión por las tierras de Guadalajara en general y en particular por la Alcarria.
Las bodegas subterráneas ocupan en esta provincia muchos kilómetros de galería en el interior de los oteros y desniveles más inmediatos a las viviendas de los pueblos. Importante diferencia con las cuevas manchegas, cuya oquedad coincide con los bajos mismos de las casas de labranza y tienen salida a alguna de las dependencias interiores, casi siempre al zaguán o al portalón de entrada.
Cuando por mera curiosidad uno se ha propuesto hurgar, buscando el origen de estas bodegas pueblerinas, tan importantes para el modo de vivir de nuestros antepasados, la respuesta es casi siempre la misma: «Las hicieron los moros»; una razón no del todo convincente, pues muchas de ellas no pasan de los dos o tres siglos de antigüedad, y todavía hoy, en algunas de las modernas casas de campo, es de buen gusto habilitar un trozo de subsuelo para cumplir con el mismo cometido de las viejas bodegas, consiguiendo una temperatura ambiente que oscila entre los trece y los quince grados durante todo el año, con las ventajas para la conservación de alimentos que ello supone.
Las bodegas de la Alcarria vienen cumpliendo desde antiguo su múltiple papel, principal, casi exclusivo, el de la fermenta­ción y conservación del vino, lo que en principio también hace poner en duda su origen árabe; también se usaron como fresquera, refrigerador, almacén de patatas para el gasto del año, de frutas que conviene guardar, y de refugio en caso de guerra.
-Sí, señor; y que lo diga. Buen papel que nos hicieron las dichosas cuevas cuando la aviación.
Por lo general, las bodegas de la Alcarria, y las de todas partes, se muestran abiertas a la umbría, con una profundidad que suele oscilar entre los diez y los cincuenta metros unas con otras. Tienen casi en todos los casos ramificaciones laterales, donde se sitúan los estantes húmedos en que están colocados los garrafones de vidrio que sustituyen a las clásicas tinajas de barro o a los toneles de madera. Existen bodegas centenarias que son verdadero palacetes por dentro, salas de fiesta o aposentos de leyenda más propios de "Las mil y una noches" que de lo que en realidad son, o uno piensa que deberían ser. Los juegos de luces artificiales, la música ambiental, los mostradores bien surtidos de otras bebidas de las que allí no se cuecen, las cocinas de guisar y las mesas confortables de comedor, todo bajo la tierra, son modernamente la nota característica en muchas bodegas de la Alcarria.
El jaraiz, próximo por lo general a la puerta de entrada, comunica con el exterior por un tunelillo a modo de chimenea taladrada en la roca, que permite a la uva caer por su propio peso desde los serones de los vendimiadores para ser pisada. Cuando ese conducto no existe, la uva se pasa a mano por la puerta alzando de las canastas o de los cuévanos que la contie­nen. El jaraiz es una especie de troje, cavado en la peña, con en leve canal en el fondo por el que discurre el mosto hacia una pilastra en la que se va recogiendo. El acto de pisar la uva en otoño, con la matanza y el esquileo en algunas comarcas de Guadalajara, es uno de los quehaceres con categoría de rito más destacados del medio rural. Lástima que todos ellos tiendan a desaparecer, o hayan desaparecido ya de hecho.
Hay lugares concretos de la Alcarria -Morillejo y Trillo, sobre todo- en donde todavía se llega más lejos. La transforma­ción de los racimos maduros en vino de la mejor clase, pasa allí de los límites de lo ordinario, incluso de lo artesanal, para convertirse en una especialidad auténtica, en verdadero arte. El aguardiente alcarreño, animador de tantas fiestas y tertulias a través de los tiempos, y el desconocido "churú", bebida mítica de reyes y de brujos en la Alcarria, son prueba más que justifi­cada de esa afirmación. Una riqueza autóctona injustamente olvidada, que podría desaparecer con más pena que gloria si antes no se le presta la atención que merece. Los viejos alambiques de destilar orujo fueron manejados sabiamente por los antepasados de aquellas tierras, sacando de los desperdicios de la vid un producto sin competencia, cuya pérdida nos limitaríamos a lamentar cuando su falta, sea por la razón que fuere, no tenga remedio.
Quien esto dice no es un aficionado en exceso al elixir bíblico que alegra el corazón del hombre, no obstante, reconoce que su estancia casual en algunas bodegas de Gárgoles, de Henche, de Cifuentes, de Budia, de Balconete, de Morillejo, de Oter, de Trillo, de Horche, de San Andrés del Rey, de Cendejas de Enmedio o de Torrebeleña, por referir tan solo las que en este momento uno recuerda de bote pronto, significan en cada uno de los casos instantes de grata evocación.
Aconsejaría a nuestros lectores, si es que tienen ocasión y todavía no lo han hecho, que visitasen una cualquiera de estas típicas cuevas alcarreñas. Si el guía es por añadidura hombre curtido en esa clase de menesteres, pisador y catador de vinos, ducho en chupar de la goma sin que llegue a la boca una sola gota, y capaz de cargar el vaso hasta los bordes, sin quedarse corto ni derramar lo que se dice nada, mejor que mejor. La humedad de la bodega, el grado del producto, un remoto sabor a clarete gasificado, nunca el mismo en los diferentes botello­nes ni en las distintas cuevas, les harán vivir minutos para el recuerdo con algún vallejo escabroso como fondo y las casas y las corralizas detrás, siempre a prudencial distancia, lo que por lo general hasta permite una cierta discreción.
El acompañamiento, que siempre debiera de haberlo, suelen ser taquitos de jamón, rodajas de embutido, pinchos de queso, aceitunas curadas y aderezadas en la misma cueva..., cuando no chuletas asadas junto a la puerta o tajadillas de fritanga, a las que el frescor natural del líquido da un encanto imposible de referir con este lenguaje humano que siempre tiene sus limitacio­nes.
Es la cara oculta de la vida diaria en el medio rural. Uno más de los puntos de apoyatura que, unidos al paisaje y a las costumbres, convierten en algo real aquello tan aparentemente imposible de comprender: el apego al terruño en medio de un mundo acostumbrado a no sonreír y a no hallar motivo de gozo en lo que, del pueblo hacia afuera, suele ofrecer la vida moderna.

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