martes, 11 de noviembre de 2008

DESDE EL ALTO REY


DESDA EL ALTO REY: EL PAISAJE, EL ARTE
Y LA LEYENDA

Desde la cima del Alto Rey se dominan por todo su entorno hasta cuarenta pueblos diferentes, las aguas de dos pantanos, y un panorama inmenso de campos en los que pasta el ganado. Los pinares entran en el juego manchando de un verde turbio las faldas de los montes, y sobre toda la sierra el puro azul del cielo y las nubes de algodón. Albendiego y Somolinos son dos de aquellos treinta pueblos. Están situados muy cerca de la Montaña Sagrada; y por mitad, el río Bornova, un mito en el vivir diario de los serranos desde que el mundo es mundo.
La Sierra de Atienza, o Sierra de Pela -llamémosla como nos parezca, pues ambas cadenas montañosas por allí coinciden-, guarda entre sus pliegues de caliza toda una serie de pueblecitos de muy contada entidad por los que la gente, poco a poco, está comenzando a tomar interés. La razón principal son los infinitos atractivos, tanto artísticos como naturales, que junto a la bonanza de su clima durante los meses de verano, ofrece de manera puntual a quienes tienen a bien acercarse alguna vez por aquellos pagos.
Ante los ojos, y en una visión panorámica completa que abarca a los dos en su conjunto desde la carretera, tenemos en ellos una muestra clara de estos pueblecitos que el éxodo habido en el medio rural durante los años sesenta del pasado siglo, trajo como consecuencia dejar en su expresión más insignificante. Por fortuna, todos sus encantos quedaron allí para que la gente los conozca, los palpe y goce de ellos, como dádiva a perpetuidad de la Naturaleza y de la Historia, volcadas cada una sobre el mismo terreno en su debida proporción. El día declina. Para estas tierras es la hora sublime, la hora bruja, la hora idílica de al caer la tarde.
Albendiego asoma a retazos el ocre enrojecido de sus tejados, con los que cubre el medio centenar de casas por encima del verde tupido de la arboleda. Somolinos queda al otro lado, extendido en la ladera, colgado en los blancales que sobre el barranco por el que baja el Bornova deja en su vertiente del mediodía el cerro que dicen de la Coronilla. Uno y otro cuentan por sí mismos con mérito bastante como para detenerse en cualquiera de ellos. Encontraremos poca gente, es verdad, pero los pueblos están allí. Si pudiéramos cortar en línea recta entre ambos, nos daríamos cuenta de que apenas les separa la distancia de un tiro de piedra. Albendiego se honra de su ermita medieval de Santa Coloma, la de los magníficos calados románicos en el ábside y ventanales en los que se repite, perfecta, como el día mismo en que la sacaron a la luz los picapedreros, la estrella de David. Somolinos por su parte, pregona desde la solana sobre la que se recuesta, la maravilla de su hermosa laguna, el recuerdo casi perdido de sus viejas fábricas de paños, la riqueza de su arena única para refractarios, y qué sé yo cuántas cosas más de las que sólo queda para ver y para admirar el agua clara de la laguna.
A quien esto escribe le gusta perderse por aquellos luminosos vallejuelos de la Sierra de Pela, sin que jamás le faltaran argumentos válidos y excusas suficientes para andar por allí.
Por cuanto a Albendiego (nombre de origen musulmán, y antiquísimo por tanto), al cabo del tiempo he llegado a la conclusión de que se trata del lugar con mayor carácter de todos los de la comarca. Un pueblo de raíz perdida entre la maraña de los siglos, y en el que todavía existen casonas multicentenarias que son ejemplo auténtico de la arquitectura rural autóctona de las faldas del Alto Rey. Entre el pueblo y la ermita de Santa Coloma hay otra ermita menor y de concepción más moderna, dedicada a San Roque. También se ve, dos pasos más allá, un calvario de piedra oscurecida que data, casi con absoluta seguridad, de la Baja Edad media, punteando en añosos hitos aquellas praderas en las que se da el heno, florece la alfalfa del pastizal, pinta con suerte desigual la cebada del tardío, y atraviesa el arroyo entre una cadena interminable de arbustos marañosos y de sargatillos que el caminante deberá cruzar con tiento.
Un decir por los pueblos de la zona con categoría de historia verdadera, corre después de los años por la memoria de quienes viven allí, sobre todo de la gente mayor que son la mayoría. Según refieren, un hecho insólito se marcó como a fuego en el recuerdo de aquellas buenas gentes, un hecho que nadie de los que hoy viven tuvo ocasión de comprobar personalmente, pues debió de suceder hace más de un siglo. No obstante, sí que se da como cierto y perfectamente demostrable que entre nuestros dos pueblos, Albendiego y Somolinos, cayó en desgracia como consecuencia una especie de maldición o sortilegio que hizo imposible que jóvenes de uno y otro pueblo contrajesen matrimonio, por lo menos en los años o siglos de que se tiene noticia. La causa no fue otra que una leyenda la mar de pintoresca que de manera sucinta paso a referir.
Cuentan que en cierta ocasión, San Antonio, patrón de Somolinos, se enamoró perdidamente de Santa Coloma, patrona de Albendiego. Dicen que un día el Santo portugués se atrevió a bajar entre dos luces hasta la ermita de la Santa con la más limpia intención de pretenderla. Ocurrió que San Roque, por la puerta de cuya ermita hubo de pasar el enamorado Antonio, sospechó de las intenciones de su bienaventurado vecino en aquel gélido crepúsculo del campo serrano; y queriendo poner veto al posible idilio, que, dicho sea de paso a él personalmente no le había parecido nada bien, le azuzó el perro que se lanzó sobre él con ímpetu, lo que obligó al patrón de Somolinos a dar marcha atrás, a poner los pies en polvorosa hacia la sagrada paz de su pequeña ermita de donde nunca más volvió a salir, salvo a hombros de los lugareños y en procesión solemne el día de su fiesta mayor.
Aseguran que algún cura, párroco de ambos pueblos, intentó a lo largo de todo el siglo XX a jóvenes casaderos de cada lugar, incluso con interesantes regalos de por medio pensando en el ajuar y en los gastos normales del día de la boda; pero todo resultó inútil. El maleficio, salvo mejor opinión, sigue en pie hasta el día de la fecha y es más que probable que continúe así por años y por décadas, entre otras razones porque tampoco hay jóvenes en el uno y el otro lugar como para plantearse –por motivos de amor, naturalmente– el dar al traste de una vez con los efectos perniciosos que para ambos pueblos acarreó la leyenda.
Viejas historias aparte, y puestos ante la realidad puesta al día, Albendiego y Somolinos son dos pueblos agraciados por el capricho de la Naturaleza. La ermita, ahora restaurada, de Santa Coloma, es una de las joyas más estimables de nuestro pasado, única en su género y con el refrendo histórico de haber servido de sede a una pequeña comunidad de monjes Canónigos Regulares de San Agustín, de los que ya se tiene noticia a finales del siglo XII. Y Somolinos, blanqueando en la solana, chiquito y con un brillante pasado laboral en antiguas artesanías, del que solemos admirar la variedad de sus alrededores: huerta, agua y roca, en un rincón de la Provincia a donde el viajar nunca será tiempo perdido, y menos si se tiene en cuenta que a cuatro pasos queda a la vista de todos otro referente indiscutible de nuestro mejor legado románico: la iglesia de San Bartolomé de Campisábalos, con su famosa capilla de Sangalindo y el mensario sobre el muro, único también, que nunca nos cansamos de mirar y de admirar.
(En la iamgen el ábside románico de la iglesia de Santa Coloma en el pueblecito serrano de Albendiego)

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