domingo, 22 de junio de 2008

GUADALAJARA (guía)


Cuando en la década de los años ochenta se agotó en Everest la guía de turismo escrita por un maestro del género: Cayetano Enríquez de Salamanca, la casa editorial me encargó unos textos más actualizados sobre los monumentos, costumbres, entornos naturales, arte en general y todo aquello que pudiera ofrecer al posible viajero interesado por conocerla en sus valores más determinados. Recogí el encargo con gusto e hice lo posible por preparar un texto que no desmereciese de la categoría que durante muchos años había merecido esta colección de guías.
No sólo el texto, sino también las estupendas fotografías de Oronoz que le sirven de refuerzo gráfico, hicieron de este libro un compañero de viaje imprescindible para andar por la provincia y para conocerla en sus aspectos más diversos. No hay que olvidar que, bien por su proximidad a la capital de España, o bien porque una vez probado el néctar de sus infinitos y variados valores, Guadalajara es desde las últimas décadas del siglo XX, una de las provincias que más viajeros recibe a lo largo del año. El libro se publicó en su primera edición en el año 1991, y todavía continúa sirviendo de orientador a muchos de los que se acercan a conocernos.

(el detalle)

“Partiendo de Cogolludo, por carretera difícil y terreno escarpado por donde discurren las aguas del río Sorbe, se llega muy pronto a la villa de Tamajón, la antigua Tamaja, ya en plena serranía. Tamajón es la capitalidad de toda una serie de pueble­citos entre los que se cuentan aquellos a los que iremos después. La villa tiene tres calles paralelas, y está situada en un llano al resguardo de los vientos fríos del norte y del poniente. En aquel pacífico valle dicen que pensó Felipe II construir, en un princi­pio, el palacio y monasterio que levantaría definitivamen­te en El Escorial.
La carretera se divide en dos junto a la ermita de Los Enebrales de Tamajón; las dos parten de allí para los Pueblos Negros, una hacia el este y otra hacia el oeste del Pico Ocejón, el señor y príncipe de todos aquellos paisajes serranos. A estas alturas las piedras son lajas de pizarra, planchas de color plo­mizo que salen de los cerros apenas se hurga en la superficie. Los pastores serranos de pasados siglos construyeron las majadas, los muros, los tejados, las calles de sus pueblos, con pesadas láminas negras que los iban convirtiendo en pequeños burgos de un mundo diferente. Por aquí, la vida corrió hasta hace poco a un ritmo lento, conservando en su esencia más pura muchas de las costum­bres de antaño, todas ellas de inestimable valor. Con los moder­nos sistemas todo ha venido a cambiar las cosas, también en estos pueblos, a excepción de la diafanidad y de la pureza am­biental de la sierra, y de los paisajes que siguen siendo los mismos: montañas en cuyas cimas la nieve se suele derretir con el sol de mayo; arroyuelos cantarines de agua limpísima en donde se da la trucha; pozas gélidas y barranqueras sin nombre por las que, sólo durante unas horas, se permite en ciertos días de vera­ no la entrada del sol. En varias de las escarpas serranas se da todavía el haya, el avellano, el roble, y los arbustos comunes de las tierras frías: la jara, el marojo, la estepa, o hierbas de montaña como el gamón, el biercol y el brezo.”

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