sábado, 21 de junio de 2008

ATIENZA


Es éste, quizás, a la par del “Diccionario de Guadalajara”, el libro que me haya dado más satisfacciones de todos cuantos llevo escritos y publicados hasta el día de hoy. Son siete las ediciones que hemos tenido que sacar del mismo desde el año 1985 que salió la primera: tres en edición de autor, y cuatro por la Editorial Aache, además de una octava que acaba de salir en edición de lujo y rica en fotografías, a cargo de la Editorial Mediterráneo en su colección “Pueblos de España”.
Es un libro que puede servir como guía para conocer la ciudad, pues para eso fue escrito, pero es a la vez un libro de historia resumida, porque Atienza no es otra cosa que historia y monumentos, recuerdos valiosos del pasado y un museo de arte por sí misma, aunque sean tres los de Arte Sacro y Paleontología que existen en otras tantas de sus iglesias, en donde se exponen piezas únicas de orfebrería, imaginería y pintura, que son la admiración de todos cuantos pasan por allí.
Pero es el hecho histórico el que priva en la Villa Realenga sobre todo lo demás: la fiesta de La Caballada, conmemorativa de la liberación del rey-niño Alfonso VIII de Castilla, la batalla de los dos Juanes, el segundo de Castilla y el segundo de Navarra, los escudos familiares de los Manrique de Lara y de los Bravo de Laguna, como villa natal que fue de Juan Bravo, el primero en morir de los Comuneros de Castilla, y cuyo pasado testifica sobre la inmensa peña su famoso castillo, a manera de navío en eterna singladura sobre la meseta castellana. Todo un símbolo.

(el detalle)

“No sólo conformarse con verlo de lejos, sino subir hasta el Castillo, es parte obligada de la visita a Atienza. El viaje a la histórica villa quedaría penosamente incompleto si el visitante se alejara de allí sin haber puesto sus plantas sobre la peña en la que se fundamenta la vida y la historia de aquel sugestivo remanso medieval. Hoy, visitar el Castillo es cosa fácil, demasiado fácil como para que se conserve por mucho tiempo en la mente del viajero el recuerdo de su proeza. Si se quiere, en automóvil es prácticamente posible subir hasta las mismas rocas sobre las que se yergue lo poco que en la actualidad queda de la fortaleza. No obstante, aconsejamos subir a pie, siempre que se pueda.
Desde la Plaza del Trigo, siguiendo por la calle de Cervantes nos encontraremos enseguida con la costanilla en la que se inicia la subida al castillo. Una vez dejado atrás el ábside la Trinidad que aparecerá a nuestra mano izquierda, ya habremos recorrido una buena parte de la pista que deberemos seguir casi hasta las puertas del cementerio. Aquí habremos de cambiar de rumbo para escoger el camino que se aparta, sobre un extenso rellano de la pendiente, con direc­ción al castillo. Antes de haber emprendido la marcha cuesta arriba, de frente y hacia el impresionante torreón, es recomen­dable la vista hacia los barrios bajos que ofrece un agujero abierto en la muralla, con la torre cuadrada en primer término de El Salvador, la iglesia que se vendió a particulares, en panorámica cenital única y de especial encanto.
La cuesta se endurece, pero el ascenso, paradójicamente, en ningún momento resulta incómodo. Abajo se comienzan a ver en seguida los tejados ocres y oscuros de la villa, cuya altura hace rato que hemos conseguido sobrepasar. Se respiran ya los aires puros que nos llegan desde la sierra por el poniente. A medida que nos vamos aproximando a la mole rocosa, el pulso de los siglos se materializa en aquellos tremendos volúmenes. Grietas ennegre­cidas por la sombra, donde cuentan los atencinos, que en las heladas noches del invierno se sienten gemir las almas en pena. Y por encima de todo aquello la fortaleza encallada en la altura, como arca salvadora que petrificaron los siglos y que allí permanece inmóvil, reci­biendo de por vida los mil vientos, las celliscas y los impíos soles de Castilla, sobre cuyo mar de agrias lomas y de solita­rios valles, parece navegar hasta el fin de los tiempos.
Debido a su condición de inexpugnable posee este castillo una sola entrada, que coincide con el estrechamiento superior de su cara norte. Se entra al ruinoso recinto por un arco semi­circular, muy deteriorado, que nos pone de inmediato en con­tacto con la explanada en la que, en otro tiempo, debió de estar la plaza de armas y otras dependencias propias de una fortaleza medieval de su categoría. Ahora quedan como testimonio del pasado los fosos comidos de maleza, pertene­cientes a los aljibes licuadores de nieve, restos de murallón sin forma sobre la vertical de la roca y la solitaria torre del homenaje al sur, en posición suicida sobre el trampolín del precipitado peñascal. Al aire el garitón vigía, contemplando con sus ojos viejos uno de los espectáculos más alucinantes que estas tierras mesetarias son capaces de ofrecer, gratuita­mente, a quienes las visitan.Hasta lo más alto de la restaurada torre del castillo, se sube por una escalita interior de piedra que, después de cruzar las dos primeras plantas, con ventanales abiertos hacia las tierras bajas, nos coloca seguidamente en la terraza superior, pavimentada con finas losetas de pizarra, y al resguardo de un grueso paredón montado a base de cemento y de piedra nueva."

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