jueves, 29 de septiembre de 2016

EN EL PRIMER CENTENARIO DE ANTONIO BUERO VALLEJO



         Hoy, y no ayer ni el pasado lunes, como he llegado a escuchar en algunos medios de información recientemente, se cumplen cien años del nacimiento en Guadalajara de don Antonio Buero Vallejo, el mejor dramaturgo en lengua castellana de todo el siglo XX. De su importancia como autor lo dejo a la libre opinión de quien leyere. “Historia de una escalera”, “Las Meninas”, “El Tragaluz”, “En la ardiente oscuridad”, “El concierto de San Ovidio”, entre las que he visto representar o he leído, me autorizan sobradamente a juzgar a nuestro personaje, y a celebrar con él que dejase a un lado los pinceles -pues quiso ser pintor, y no dudo que se hubiese abierto camino- y decidirse por la pluma definitivamente y por los folios de papel blanco, para dar salida a su excepcional condición de hombre de letras, como por fortuna para todos, así fue.
         He sido un admirador incondicional de la obra de Antonio Buero Vallejo, también de su persona desde el día que tuve ocasión de conocerlo, de escucharlo y de hablar con él; momento que volvió a repetirse algunas veces más, en dos de ellas con motivos muy concretos a los que me voy a referir; momentos de esparcimiento, que son los que nos permiten conocer más de cerca y con mayor profundidad a las personas.
         Me refiero en primer lugar a una multitudinaria cena de “Populares de Nueva Alcarria”, en la que me correspondió estar muy cerca de él y poder escucharle. Otra, años después en la desaparecida Casa de Guadalajara, en la madrileña plaza de Santa Ana, con motivo de la imposición a ambos de la insignia oficial de la Casa, el “Melero de plata”, en el mismo acto. Un encuentro de carácter familiar, donde en petit comité (cinco personas tan sólo) compartimos, tras el acto público, mesa y mantel, con prolongada tertulia hasta muy altas horas de la noche. Éramos el propio Sr. Buero, el poeta Ramón de Garciasol, el presidente de la Casa, José Ramón Pérez Acevedo, otro directivo de la misma cuyo nombre no recuerdo, y un servidor. Don Antonio Buero Vallejo y su coetáneo y amigo don Miguel Alonso Calvo, que fue el verdadero nombre del ilustre poeta campiñés, se lo pasaron en grande contando historias y viejos recuerdos de su niñez en Guadalajara, que por tratarse de ellos son parte de la historia de la ciudad.
         Ha pasado el tiempo, y ahora, con motivo del primer centenario de su nacimiento, me he recreado en sacar de la memoria aquellos momentos, revisar sus cartas manuscritas, que un día me pidió su biógrafo Mariano de Paco y que, con permiso de su autor, ofrecí algunas de ellas en fotocopia. Hoy me he puesto a escribir este par de cuartillas en su memoria; jamás tendré mejor ocasión.
         La fotografía de Mariano Viejo que ilustra este trabajo es de la ya referida noche de los “Populares”. Con  don Antonio Buero compartían mesa el general de división don Félix Alcalá Galiano y señora, una mujer joven acompañante de uno de los políticos de altura que asistieron al acto, el periodista, felizmente  todavía con nosotros, Luis Monje Ciruelo, y el que esto escribe llevando en la mano el típico porroncillo de aguardiente alcarreño; todos con veinte años menos.

         Cuando nuestro hombre cumplió los ochenta le dediqué mi reportaje de “Nueva Alcarria” de aquella semana que titulé “Felices ochenta, don Antonio”. Conservo su amable carta de gratitud. Ahora, nuestro famoso autor no cuenta entre nosotros, sí entre los grandes nombres de la Literatura Española para siempre; pero como en aquella otra ocasión, con este escrito que ya termina, le envío mi más sincero y sentido recuerdo. ¡Felicidades, don Antonio!  

miércoles, 3 de agosto de 2016

VOLVER A VIVIR


            Hoy he tenido necesidad de acercarme a Galve de Sorbe, nuestro pueblo más cercano, en donde pasé uno de los años más bonitos de mi juventud. Cuando se nos acaba un medicamento, en estos pueblos de la Sierra Norte nos acercamos a Galve, donde Montse, la farmacéutica, nos atiende con una prontitud y una profesionalidad admirables. La farmacia de Galve está en la plaza del pueblo, una de las plazas más completas y vistosas de la provincia: una fuente abundante, con dos chorros manando de continuo sobre su pilón redondo;  una picota gótica del siglo XVI, elegante y en perfecto estado de conservación, y como fondo sobre el cercano otero, el castillo de los Estúñiga.
            En las que antes fueron escuelas, sobre el arqueado soportal de la plaza, está el ayuntamiento. Me emociono siempre que paso por la plaza de Galve. Allí estuvo la segunda escuela que yo regenté siendo soltero. La primera fue la de Cantalojas, el pueblo de Paquita -hoy mi mujer y mi novia por aquellos años. Al otro lado de esas ventanas me inicié, digamos que con seriedad e ilusión sobre todo, en la escritura con ciertas pretensiones literarias. Aquellas tardes  solitarias, silenciosas, infinitas, lentísimas, del curso escolar 1962-63, en un invierno especialmente frio, marcaron mi verdadera segunda vocación. Detalle autobiográfico que ha merecido su espacio en el recientemente concluido trabajo de memorias “Cuaderno de recuerdos”, con este párrafo que hoy me parece oportuno sacar a la luz, y que lo dice todo: 
«Dos horas de cada tarde, cuando no estaba el tiempo para echarme a la carretera, camino de Cantalojas a pie, me quedaba en la escuela después de la clase y las dedicaba a leer a los clásicos; tarea que había iniciado en Cantalojas tiempo atrás y que
volví a recuperar en mi año de Galve con un interés todavía mayor; pues una vez aprobada la oposición y cumplido el Servicio Militar, no tenía otros quehaceres más importantes que reclamaran mi tiempo con mayor premura. Azorín y los autores de su generación, Galdós y los de la suya, con Bécquer, Juan Ramón y los Machado entre los poetas, no sólo me abrieron las ganas de leer, sino también las de escribir; pues fue allí donde en los tempraneros atardeceres -anocheceres, casi- de aquel invierno, y al continuo murmullo de los chorros de la fuente que subía desde la Plaza, empecé a hacer mis primeros pinitos literarios, mis primeros versos como todo el mundo, que muy pronto dejaría  definitivamente, porque tampoco -empleando las mismas palabras que empleó Cervantes- “tenía yo como poeta la gracia que no quiso darme el Cielo”. El despertar en mí de la escritura en prosa, si algo he llegado a hacer o pueda hacer en lo sucesivo que haya merecido la pena, vendría más tarde, no mucho después. Como las cosas importantes que a uno le marcan la vida.»

Pero fue aquel año, sí, el de Galve de Sorbe en el silencio de la solitaria escuela, el que me inició en los primeros pasos de mi interés por la escritura, que hoy ha vuelto a iluminar mi recuerdo.

viernes, 22 de abril de 2016

EN EL IV CENTENARIO DE CERVANTES

                            COMENTARIO AL CAPÍTULO XII DEL QUIJOTE
                                                                 Segunda parte


     
       Tan sólo en ocasiones muy contadas el autor de El Quijote hace mención al tiempo y al espacio a lo largo de su obra de manera precisa. En el texto que ahora nos ocupa sí que nos ha dado a conocer con exactitud el día en que ocurrieron los hechos que en el capítulo se refieren, o por mejor decir, la noche en la que en pleno bosque surgió como un aparecido junto a los dos personajes centrales de la obra el Caballero de los Espejos.
            Había confundido nuestro buen hidalgo a los comediantes de la "Corte de la Muerte" con una serie de figuras maléficas de las que a menudo bullían por los llanos sin límite de su imagina­ción. No eran en realidad aquellas pobres gentes sino eso, comediantes, hombres y mujeres de bien que en la tarde de la Octava del Corpus viajaban en carreta de un pueblo a otro por los inmensos campos de la Mancha ejerciendo su oficio, representan­do en las plazas públicas de cada villa o lugar su auto sacramental según costum­bre. Sería, por tanto, una noche cualquie­ra del mes de junio.
            Esas noches de principio de verano son, sobre todas las demás, las noches de la Mancha. Debe haber pocos gozos con los que regalar al cuerpo y al espíritu, como el de pasar una noche de junio al amparo de nadie en la inmensa llanura manchega. Uno recuerda haber vivido esa experiencia alguna vez no lejos de allí. Al momento de recordar aquellas horas, las imágenes acuden a la memoria como en tropel, limpias y diáfanas como el cristal de la noche en que parece que revientan las estrellas en el silencio, roto también, por el cantar monótono e impertinente de los grillos en su escondrijo de alguna linde; por el cu-cú del búho solitario en el oscuro palacio de las copas de las encinas; por el sonar de una hora perdida en el reloj de la torre lejana. Y al lado, las viñas en agrazón, las mieses a punto de hoz movidas apenas por la brisa de la media noche que a esas alturas hace revivir los campos de la Mancha. Los segadores y los cabreros, los hombres de bien y los que no lo son tanto, los locos y los cuerdos, gustan andar en noche clara por los campos de la Mancha mientras que la sombra, la figura etérea del más cuerdo de todos los locos del mundo, viaja por los cielos a la grupa de un Rocinante incorpóreo y retozón, en busca del primer entuerto a desfacer, muy conscien­te de que lleva sobre su osamenta de viento y fantasía al más bravo y al más infeliz de los mortales.

            Don Quijote habla en el silencio de la noche, y Sancho le escucha con atención y con misericordia. Hay veces en las que el fiel escudero saca provecho del docto consejo de su amo; pero, más que para ponerlo en práctica, se vale de él para rectificar­lo, para ponerlo en razón, para despojarlo de la peladura engañosa que lo envuelve como consecuencia del manifiesto desequili­brio de su amo, y traerlo a la sencilla realidad del dos y dos son cuatro.
            Es un cariño desmedido y a su manera el que Sancho siente por don Quijote. Cuando habla el caballero, el escudero escucha, lo que no deja de ser una prueba evidente de respeto y de admiración. El escudero leal de nuestra historia, procura triturar en la pesada rueda de molino de su cerebro las razones que salen de la boca de su amo, y que tantas veces acaban convertidas en buñuelo y otras en la mejor harina de noventa.
           
            En la sustanciosa conversación de don Quijote y Sancho, acaecida a la luz de las estrellas debajo de unos altos y sombrosos árboles, hay un poco de todo. Sancho hace sólo unas horas que acaba de librar con sus consejos al caballero de una paliza a mano de los comediantes, con los que seguramente al caer la tarde habría tropezado en la carreta de "Las Cortes de la Muerte". Luego, en la soledad de la noche, el ilustre hidalgo le intentará explicar cómo en este mundo cada cual representa su papel, más o menos digno, en la comedia de la vida: que unos hacen de emperadores, otros de pontífices, y los más de tantas y cuantas figuras tienen cabida en una comedia; pero que al fin, la muerte arranca de cada uno el ropaje que los diferenciaba, y los hace iguales en la sepultura. Sancho lo ha entendido, incluso con riqueza de matices, y arroja sobre el tapete su cuarto en una nueva imagen que converge con la de su señor, pero tan ilustrati­va o más que lo fue aquella:
            - ¡Brava comparación! -dijo Sancho-, pero no tan nueva que yo no la haya oído muchas y diversas veces, como aquella del juego del ajedrez, que, mientras dura el juego, cada pieza tiene su particular oficio; y en acabándose el juego, todas se mezclan, juntan y barajan, y dan con ellas en una bolsa, que es como dar con la vida en la sepultura.
            Y a renglón seguido, las bendiciones y reconocimientos de don Quijote, que, con la luna y la noche por testigos, debió de resonar como un abrazo en el alma de su escudero.
            - Cada día, Sancho -dijo don Quijote-, te vas haciendo menos simple y más discreto.
            Surge en la soledad, envuelto entre las sombras, el Caballero del Bosque, o de los Espejos, retando a don Quijote con un soneto cantado en alta voz, y un lamento en el mismo tono a honor y memoria de su amada Casilda de Vandalia, a la que, según él, había hecho que la confesasen como la más hermosa del mundo todos los caballeros de Navarra, todos los leoneses y tartesios, todos los castellanos y todos los caballeros de la Mancha; lo cuál soliviantó los sentimientos de don Quijote hacia Dulcinea que, seguro es, acudieron a su memoria revueltos y bullidores con un vehemente aire de protesta.

            La razón y el diálogo recoge a los dos caballeros al fin en una conversación larga y desacorde. Sus damas y sus amores son el tema de la plática que los entretiene; asunto interminable que en principio andaba muy lejos de tomar el raíl por el que el Caballero del Bosque, como se verá en los siguientes capítulos, quiso conducir al bueno de don Alonso Quijano. Los escuderos, muy al márgen del interés común de sus señores, procuraron entenderse en un lugar aparte.
            Allá por el año 1905, coincidiendo con el tercer centenario de haberse publicado la primera parte de El Quijote, don Miguel de Unamuno sacó a la luz uno de los más hermosos volúmenes de sus obras completas. "Vida de don Quijote y Sancho" es el título. En este librito, no demasiado extenso, el ilustre rector de la universidad salmantina va recorriendo uno por uno todos los capítulos de la obra de Cervantes. Es un entrar con profundidad en todos los capítulos de El Quijote, un intento de poner al descubierto la intención del autor al escribirlo, y más todavía, de dar forma a lo mucho que en la obra queda oculto, dejando asomar a la superficie el extremo sutil de un hilo del que es preciso tirar para comprenderlo. Digamos que es poner ante los ojos de quien leyere lo que en El Quijote no está al alcance de todos.
            Con tu permiso, amigo lector, y a sabiendas de que te gustaría conocer el texto al que me refiero, paso a transcribir lo que don Miguel de Unamuno dejó escrito por cuanto al capítulo que nos ocupa. Es lo siguiente:
            «Conversando sobre lo que es la comedia del mundo se quedaron amo y escudero bajo unos altos y sombríos árboles, cuando les rompió el sueño la llegada del Caballero de los Espejos. Y allí fue la plática de los escuderos de un lado y de los caballeros por el otro, y el declarar Sancho que a su amo un niño le hacía entender que era de noche en la mitad del día, sencillez por la que le quería como a las telas de su corazón y no se amañaba a dejarle por más disparates que hiciera. Aquí se nos declara la razón del amor que Sancho profesaba a su amo, mas no la de la admiración.
            Pues ¿Qué creías, Sancho? El héroe es siempre por dentro un niño; su corazón es infantil siempre; el héroe no es más que un niño grande. Tu don Quijote no fue sino un niño durante los doce largos años en que no logró romper la vergüenza que le ataba, un niño al engolfarse en los libros de caballería, un niño al lanzarse en busca de aventuras. ¡Y Dios nos conserve siempre niños, Sancho amigo!»

            La aventura con el Caballero de los Espejos continúa en los dos capítulos siguientes. Sin duda, uno de los episodios más memorables de la obra cervantina y con un mayor contenido, tanto humano como literario; pues ahí están la gloria y la grandeza de El Quijote. (J.S.B. del libro “El Quijote entre todos. Ilustraciones de Rodrigo García Huetos)

lunes, 21 de marzo de 2016

EL PALACIO LAREDO EN ALCALÁ DE HENARES


            Para nadie deberá ser noticia que me atreva a afirmar categóricamente que Alcalá de Henares es una de las ciudades más interesantes de España por muchos y diversos motivos. Es la cuna del “padre de nuestro idioma”; es conocida en todo el mundo por su famosa Universidad y por otras muchas cosas que acrecientan su importancia. Un joyel de la cultura hispana a través de los siglos. No olvidemos que fue Estudio General en tiempos del rey Sancho IV, y que su Universidad tiene origen en el siglo XVI, con el Cardenal Cisneros como fundador y el Colegio Mayor de San Ildefonso como inicio, año 1508. Eso, al día de hoy es sólo una muestra de la que salen un sinfín de ramificaciones, de las cuales hoy me voy a detener en la que llaman Palacete de Laredo, situado en el Paseo de la Estación.
            No tenía idea de su existencia, ni de tantas cosas más como hay que saber de la vieja Complutum, hasta hace sólo unos días que, con mi amigo Julián Cobo, pasé por allí. Se trata de un palacio relativamente moderno, construido por su dueño y autor como vivienda familiar hacia el año 1880 en estilo neomudéjar, y enriquecido en su interior con azulejería de inspiración oriental procedente de Toledo y del palacio de Pedro el Cruel de la ciudad de Jaén; con artesonado del palacio de los Mendoza de Guadalajara, y con bóveda y columnas del castillo de Santorcaz; todo comprado a bajos precios. En fin, es lo que uno se pueda imaginar de los deseos insaciables de un vascongado rebosante en astucia y en dinero, quien al final de su vida (murió a los 54 años) se encontró sin palacio y en el más lamentable estado de pobreza.
            Se llamaba aquel singular personaje don Manuel José Laredo y Ordoño, nacido en Amurrio en 1842, y fallecido en Madrid en 1896. Durante algún tiempo ostentó el cargo de alcalde de Alcalá.
            Tras vicisitudes varias, el palacio pertenece al ayuntamiento de la ciudad, y en él se encuentra la sede del (CIEHC) Centro Internacional de Estudios Históricos Cisneros, creado por la Universidad de Alcalá en el año 1996, e inauguradas las instalaciones en el Palacio Laredo en 2001. En el CIHEC se cuenta con más de 150.000 microfilminas de documentos bibliográficos, relacionados con la Historia de la Universidad.
            Y qué ver allí? Muchas cosas. Lo que conservo como más fresco en la memoria pueden ser los seis volúmenes, magníficamente cuidados, de la Biblio Políglota Complutense, que en su tiempo constituyó como una revolución dentro de la Cultura Escriturística, al tratarse de la primer edición de la Sagrada Escrituras impresa en cuatro idiomas: latín, griego, hebreo y arameo.
            Recuerdo, así mismo, como dato sorprendente, la antigua talla en madera polícroma en la que está representada la imagen de la reina Isabel la Católica -la única que existe, nos dijeron, en su tamaño real-, quien, de haber sido así, difícilmente debió de alcanzar los 145 centímetros de estatura.
            El “Salón de los Reyes” produce al entrar en él un especial impacto por su colorido y conservación, por su elegancia, su iluminación, y sobre todo por las pinturas de “matrimonios reales” que a gran tamaño y a media altura, están representados en tres de sus muros, presididos por el correspondiente a los Reyes Católicos que muestro en la fotografía. En este salón, con unas cien o ciento veinte sillas elegantísimas, de un rojo intenso, se celebran a veces actos de carácter sociales y conferencias.
            Me detengo al final en una pequeña salita, en donde el sonido de una parte a otra, debido a la estructura del techo, amplía sensiblemente el tono de voz de las personas. Efecto que sabemos se produce en algunos otros famosos edificios históricos de España, pero en éste lo he vivido y de ello doy fe.
                          


domingo, 28 de febrero de 2016

VISITA A EDICIONES AACHE

          
  En la mañana del pasado viernes compartí unos minutos de amistad en los locales de la Editorial Aache con el gerente y fundador de la conocida empresa guadalajareña, Dr. Herrera Casado, compañero de página durante tantos años (casi cuarenta) en el periódico “Nueva Alcarria”, editor de varios de mis libros y, sobre todo, amigo, aunque nos solamos ver de tarde en tarde.
            Centenares de libros editados por Aache se muestran en los anaqueles del salón principal, en el que habitualmente trabaja don Antonio al pie del ordenador. Cronista Provincial, doctor en Medidina, digno sucesor en ambos quehaceres de su antecesor el Dr. Layna Serrano, don Antonio se dedica, una vez jubilado, al que siempre fue su hoby: escribir, publicar y editar libros, propios y de otros muchos autores, teniendo como norma característica la pulcritud, la elegancia y la inmejorable calidad de lo que hace.
            Como en la inmensa mayoría de la industria editorial, el Dr. Herrera se queja, no sin razón, del escaso interés que los españoles de hoy tenemos por la lectura; una muestra inequívoca de que nuestros intereses, en términos bastante generalizados, van por otros caminos, no precisamente por los del saber, del estudio, de la cultura… Y si a eso añadimos las muchas facilidades que los medios modernos nos ofrecen para hacernos gratuitamente con libros electrónicos –que jamás suplirán al papel-, la situación se agrava todavía más.

            Rodearse de libros produce una inefable sensación de gozo, a mí me sucede; y hablar de ellos como fuente que son de conocimientos en su propia cuna, es una experiencia verdaderamente satisfactoria. Al final de la visita, el cronista, editor y amigo, pidió que Águeda, su hija, ya directora y responsable oficial de la empresa, nos sacase una fotografía para la exposición de Aache, detalle al que accedí de mil amores. Es la que aquí también expongo, dejando constancia de aquellos interesantes momentos.          

martes, 23 de febrero de 2016

EL LIBRO DE LAS MARAVILLAS


Con el salón de actos del edificio central en Guadalajara de la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha lleno de público, tuvo lugar en la tarde de ayer la presentación en la capital del esperado libro “100 propuestas esenciales para conocer Guadalajara”, editado por Aache, con el número cien de la colección “Tierras de Guadalajara”, y escrito por el propio director-gerente de la editorial guadalajareña, Dr. Herrera Casado, con otros 50 coautores entre los que tengo el honor de encontrarme. Autores todos ellos elegidos por el editor como conocedores de los temas a tratar, lo que avala el interés del libro como vehículo imprescindible y difícilmente superable, para conocer esta antigua -y como por su contenido podemos comprobar- también variada e interesante provincia castellana.
         Una edición digna, bellamente presentada, con más de un centenar de fotografías en color, y la garantía de que los textos proceden de la mejor fuente posible, aunque, eso sí, nos hemos tenido que atener al espacio indicado por la editorial, algo que no en todos los casos se ha tenido en cuenta.
         Una provincia como Guadalajara, tan importante como lo ha sido en hechos históricos, escenario de tantos acontecimientos desde los primeros vagidos del idioma castellano, tan bien situada en los caminos de la cultura desde la Alta Edad Media, tiene mucho que decir, que conocer y que enseñar. Monumentos, espacios naturales, parajes y paisajes, hechos históricos, literatura, personajes señeros, fiestas y costumbres…, en fin, todo aquello que conviene conocer como lo más destacable de una provincia viva, altamente interesante, ideal pensando en esa inquietud que de hace años a hoy se ha despertado en todo el país, y aun entre los visitantes de fuera, por el Turismo de Tierra Adentro, al que Guadalajara se ofrece con todo su mérito, como tierra de acogida.
         El Dr. Herrera pidió en su día mi colaboración para tan acertado proyecto, proponiéndome el tema “El Hayedo de la Tajera Negra”, naturalmente por mi relación con Cantalojas, término municipal en el que se encuentra; trabajo que le remití a vuelta de correo (electrónico, claro está), y que figura en las páginas 180-181, el cuál, por razones obvias, os presento a mi vez como complemento gráfico.

                  

lunes, 18 de enero de 2016

"LA MALQUERIDA", UN DRAMA MOLINÉS


Lo que aquí paso a escribir, me lo contaron en el pueblo hace algunos años con motivo de mi primera visita a Tierzo, allá cuando mis viajes periodísticos de "Plaza Mayor" que tanto me ayudaron a conocer, y en consecuencia, también a querer y a sentir admiración por aquellas nobles tierras de Molina. Las cosas -dicen-, miradas de un modo subjetivo, tienen, ni más ni menos la justa importancia que se les quiera dar; para mí, el hecho al que me refiero hoy fue toda una sorpresa, pues se trata, nada menos, que de la raíz y el origen de lo que poco después habría de ser una de las obras más conocidas de la producción literaria de todo un Premio Nobel.
No es preciso decir que el hecho real sobre el que basa su argumento el
drama "La Ma
lquerida" de don Jacinto Benavente es poco edificante, la razón
cae de s
u peso; no obstante, como dato de interés para la historia personal de
las tierras del Señorío
, no es nada desdeñable, merece la pena. Lamento, eso
sí, no tener todos los datos precisos que tantos molineses de tiempo atrás
tuvieron en mente y que tal vez todavía recuerdan, por haberlo oído contar, algunos de los mayores que todavía viven. Si estas cuatro líneas sirven para que quede constancia escrita al paso de los años
, se habrá visto cumplido mi propósito de que las cosas no debieran perderse, dado que los pueblos tienen derecho a ser depositarios a perpetuidad de todo lo que es suyo, también los aconteceres y leyendas, que a veces se suelen evaporar cuando las personas desaparecen.
            Pues bien, sucedió que allá por la segunda década del pasado siglo -pronto se cumplirá el primer centenario-, un hecho singular conmovió a las tierras del Bajo Señorío y de toda Molina. En Tierzo, y de manera cobarde, se había cometido un crimen pasional valiéndose de unos matones a sueldo. La víctima fue al parecer un hombre apuesto, se llamaba Francisco, y de sobrenombre "El Pañero". Estaba casado con una mujer joven, hijastra de un ricachón que desde niña se había enamorado de ella. La mujer, según cuentan, hacía buenos ojos al amor innoble de su padrastro, a cambio, quién sabe, si de tener a su alcance todos los caprichos que una muchacha de su tiempo y de su condición pudiera desear. Es lo cierto que, entre uno y otra, tramaron la manera de quitarse de en medio al infeliz esposo de la muchacha, quien por su oficio de vendedor ambulante pasaba la mayor parte de los días fuera de casa; de una casa que, según dicen en el pueblo, existe todavía.
            Parece ser que fueron tres forasteros los autores materiales del crimen. Tres esquiladores que por aquellos días de finales de mayo andaban por allí trabajando en su oficio igual que cada año. El precio convenido, mil pesetas de las de entonces, todo un capital. De la forma en que le dieron muerte no se sabe nada. El lugar a dos kilómetros del pueblo. El cadáver lo metieron en un saco y lo escondieron en el agujero de una alcantarilla. Para despistar a la justicia los asesinos fueron a lavarse a una fuente lejana, cerca de Molina. Cuando se descubrió todo, y las circunstancias que dieron lugar a hecho tan tremendo pudieron conocerse con detalles, a la esposa del muerto la metieron en la cárcel y allí dio a luz. Un verdadero drama, efectivamente. Las gentes de Tierzo, y más todavía las de los pueblos vecinos, compusieron coplas en las que se relataba el hecho vil que durante muchos años se ha recordado en el pueblo.
            Al poco tiempo, ese mismo suceso con ligeras variaciones de matiz, y trasladado a otro ambiente y a otra región de España, recorrió los escenarios del país con un éxito de público sin precedentes. La famosa copla de don Jacinto, aquella que decía así: El que quiera a la del Soto/ tiene penas de la vida/ por quererla quien la quiere/ le llaman la Malquerida/ fue una constante en el decir popular de la época, y, desde luego, algo debió contribuir a la concesión del más importante premio que en el mundo se concede a los hombres de letras. En todo ello no aparece el pueblo de Tierzo. Participó en las horas de angustia como su primer escenario, pero no en lo oropeles que siguieron al éxito de una obra singular, reconocida por todos.